Un día mi padre -váyase a saber si movido por los barquitos de papel deshechos que tenía que sacar del tanque de la ropa- me llevó de improviso a conocer el
mar.
Fue extraño: no preparó una maleta ni dijo nada a mi madre. Simplemente me tomó de la mano, subimos a una montaña alta y me dijo: "desde aquí, en el atardecer,
se ve el mar".
Mientras el sol caía entre colores, él hablaba del mar. De lo enorme que era, de las ballenas —tan grandes que una se tragó a Jonás, ya sabes— y de los
trasatlánticos. De los buques de guerra y los piratas, de la multitud de peces y de como la gente lo navegaba en balsas como esa de la Kon-Tiki cuya historia contaba el libro de pastas grises que tenía en su nochero, o en los bergantines de Colón, muy grandes, en los que vino de España y volvió llevándolos llenos de indios empelotos y de papagayos. Me habló del agua salada, de las playas, de las olas, de los pescadores y de la gente negra que vivía en
las orillas, traída en naves de sufrimiento y pena. Y de los paises fantásticos que había al otro lado.
El sol se puso dejando libre el oriente, si era hacia el oriente que mirábamos (no lo sabía entonces pero el mar tendríamos que buscarlo al occidente que estaba cubierto por una montaña demasiado elevada) y a lo lejos se veían, apenas, pequeñísimas luces titilantes que, decía él, eran los faros y las señales de los buques. Yo estrechaba los ojos para ver lo que describía y a fe que ví el mar y escuché el ruido del océano, tal como se oía en la gran caracola que tenía mamá para cuñar la puerta de la sala. Describia con tal detalle que cuando oscureció y brotó una luna llena, bajamos de la cumbre sonriendo los dos, felices imaginando tempestades y jugando al pirata Morgan con su mano de fierro.
No cabe duda, lo supe entonces y para siempre: el mar era lo que mi padre me enseñó. Esa tarde lo
conocí y nada de lo visto luego supera lo que vi ese día. No sabía a lágrimas entonces el agua del mar...
Años después le dije que fueramos al mar. Que yo lo llevaría. Ya en la orilla Papá
me dijo: "Gracias mijo, gracias por traerme. Yo no conocía el mar, pero me lo sabía." Gracias a tí, Papá, le respondí. Y como en aquella ocasión, caminamos sonriendo.
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