Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
Ciudad en la montaña, opuesta a las montañas, a los árboles, a los parques, a las fuentes de agua. Ciudad en que donde hay un árbol plantan un poste, las quebradas las meten en box-colvert y el cielo es lo que dejan ver los cables; donde los ríos son alcantarillas y ya no vuelan mariposas. Ciudad de centro irrespirable atiborrado de gente ociosa, ventorrillos, olores a manteca rancia y paredes de colorines. Ciudad donde un gobernador encargado designa a otro gobernador encargado para que designe un gerente encargado que se encargue de mandar al gerente a vacaciones para poder medrar en el desmadre. O el alcalde encarga a otro por unas horas para que firme los contratos que deja en la mesa y no hacerlo él.
Manizales del alma. Torera, indolente, aguardientera, inauténtica y sin personalidad. De barrios colmenas. Descastada. Pusilánime. Entregada a manos de cualquiera. Nido de pájaros políticos que roban y ahí siguen. Matadora de garzas y de gentes; que deja caer el patrimonio arquitectónico sobre la cabeza de los peatones o lo tumba para hacer parqueaderos. Ciudad feriada y ferial en que la cultura es un evento. De cables aéreos que no parten de ninguna parte ni van a parte alguna y quedan apagados.
Patio de concreto invasor y verde acorralado. Ciudad cuyo símbolos son una torre negra de cemento burdo inacabada, una plaza principal de miedo y argamasa -invadida por la prostitución- y un extraño Bolivar tuerto montado en un cóndor de una pata, triste, pesaroso y alto, atado a un pedestal gris de arena y mugre.
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