Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
¿Recuerdas, dicen en la mesa del lado, esos buses que hacían el recorrido entre Pensilvania y Manizales tres veces al dia?
El bus de las cuatro de la mañana, el de las seis y el de las diez, en uno de los cuales abandonamos la neblina para adentrarnos en la vida. En uno de los cuales nos fuimos para siempre entre los rezos y las lágrimas de la mamá, con la dirección de una tía en un bolsillo y el pasaje de regreso encaletado por el papá en el otro "por si se aburre, mijo".
El bus que manejaba "Pachito" que bien podría tardarse dos horas entre Pensilvania y La Rioja y seis, cuando no tendrian que ser más de tres, a la carretera principal, dependiendo de las niñas que en el camino le ofrecieran desayuno y cena.
Pachito se bajaba a devolver las atenciones o a hacerlas, que todo el que se montara con él sabía a lo que iba. Viajes tan largos que era posible pedir al chofer que parara, o él lo hacía, y detrás del primero se bajaba el resto del pasaje por eso de que el antioqueño no orina solo.
Era posible que no se alcanzara puesto y tocara hacer el recorrido de pié, esperando que algún alma generosa prestara el asiento por un rato.
De vez en cuando llegaban buses grandotes que un propietario despistado enviaba y que pasaban el puente del Río Guarinó váyase a saber como, pues por allí con trabajo cabía una mula regularmente cargada.
Se entraba a Bolivia, esos precipicios a ambos lados, esas casas en las nubes; se paraba en Manzanares, pueblo cálido y abierto que obligaba a quitarse sacos y ruanas, tras pasar el camino de herradura que es y sigue siendo ese pequeño tramo que bordea el río La Miel.
Después una larga travesía entre cafetales, cañaduzales y olores a estancias de panela, con casas en los bordes llenas de flores. Hoy subsisten algunas pero todo es más potreros y rastrojos. Luego de pasar el puente aquel, la subida a ese lugar llamado Petaqueros, donde terminaba la carretera destapada que llevaba al pueblo y parecía surgir la civilización. Recorrer ese tramo estrecho por el que las aguas corrían y corren libres y lo hacen ver quebrada a veces, a veces río o mar, y piedras cayendo de la montaña, más el abismo al lado izquierdo. Era alucinante.
Carretera increible -aún- que llevó a alguien a responder cuando le preguntaron si era muy mala, que sí "pero muy larga".
Y no era nada: la gente se preparaba para el viaje como si se tratara de conquistar el polo norte. Pasar el páramo se tenía por aventura peligrosa. ¡Ah! y las mareadas apoteósicas del personal a bordo, incluidos pato y chofer con sacada de cabeza para vomitar.
— ¡Cierren las ventanillas! gritaba alguien.
Pero claro, las malditas tenian un mecanismo durísimo de accionar y algo de los calentados del desayuno terminaba en la humanidad de los de más atrás, que se cubrían presto.
Llegar a la carretera central era como abandonar la luna. Tanto que se le decía "salir": "salimos a la central" y se sentía un suspiro generalizado de tranquilidad. Luego tomar aguapanela con queso donde parara el bus, pasar lugares con nombres como Padua, Delgaditas, Cerro Bravo y Letras en la cima de la cordillera, descender a Maltería, atravesar esos campos de un verde brillante hoy sembrados de concreto, entrar a la ciudad, cruzarla alelados para bajarse en la plaza Alfonso López, caminar rengos del cansacio, tomar un taxi y dejar de ser, en un instante, montañeros.
Por unos dias al menos.
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