Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
Verano de 2012. Llegamos a Las Vegas muy tarde en la noche. Hicimos el camino
partiendo de Albuquerque y deteniéndonos lo justo. Ciudades al paso
meras referencias. Gallup, para surtir gasolina, agua y
nachos. Una carretera tan recta y monótona como puede serlo. Sube, baja y
propone al frente montañas que horas después habremos alcanzado y
pasado. Se abandona Nuevo México y se entra en Arizona. Nos detenemos
en el centro de información, tomamos mapas y revistas, miramos las casas
rodantes congratulándonos de haber decidido no llevar una. Fotografias
antes de continuar la I-40 asombrándonos de las formaciones que la tierra
ha creado en su proceso.
Pasamos Holbrook, Winslow, Flagstaff. Entramos
al Gran Cañón. Escenografía pura. Lugar de asombro. Ordenado, cada roca en su lugar, cada color, cada capa geológica luce en su sitio. Hasta las emociones se controlan.
Comparación mental innecesaria con nuestro Chicamocha. Paseo en
autobuses perfectos, por vias perfectas, con paradas exactas. No se da, en mi caso, una
conexión espiritual. Es todo tan descomunal pero podría pasar por un
telón de fondo. Excesivamente inhumano.
Deshacemos el camino de entrada bajo unas nubes en forma de ovni
y, ya con la noche encima, nos detenemos a comer en Williams. Parece
lindo el lugar. Avanzamos hacia Las Vegas, viandantes simples de noche,
adormecidos. Soledad. Horas y millas.
Abandonada la esperanza de llegar, nos detenemos
en algún lugar a restaurar el exhausto depósito
de cumbustible. Pasamos la represa Hoover sin verla y de pronto a lo
lejos el brillo intenso de Las Vegas. Saltamos y nos pegamos de las
ventanas.
Las Vegas. Un mar de luces. Entramos emocionados. Andrés nos pasea por la
calle principal antes de ir al Hotel. No se ve gente, solo luces y por la hora, no muchos vehículos. Los
grandes edificios resplandecen. Las calles como un reflector. Vamos a
dormir. Los dias subsiguientes recorremos más o menos los mismos
lugares. Caminamos por hoteles, casinos, avenidas, fuentes de agua y enormes centros comerciales, bajo un calor
demoniaco. Mucha gente pero nadie mira a nadie, cada quien un
universo lejano. No hay contacto visual. Camino descalzo en un casino y
un guarda me reconviene.
Las Vegas debe ser la ciudad del pecado puesto
que así se anuncia, pero si cometí alguno tuvo que ser venial porque ni el del deseo atacó. Las Vegas es la prueba de lo estrambótico que
puede ser el hombre cuando tiene dinero.
Fue bello estar allí. Recordé el poema de Anne Sexton. Y lloré, silenciosamente entre las sabanas de la enorme cama. Helada.
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