Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
La juventud pasa muy rápido, o pasaba puesto que ahora 'nosotros los
jóvenes' lo son hasta el lindero de los cuarenta o poco menos. Pero la
verdad es que pasa pronto. Y llega la adultez y con ella la adustez.
Adquirimos profesión u oficio, tarjeta de crédito, registro tributario,
celular, seguro de vida -y también de muerte-, carro a plazos, seguros obligatorios,
pagarés, y una hipoteca eterna, y con ello el sentido de la existencia que es
pagar facturas mes a mes hasta la muerte y más allá. Dejamos
de estar enamorados para sentir amor, para exigirlo, para cobrarlo. Nos comprometemos con la
preservación de la especie, hacemos colas, tomamos partido y seguimos algún
equipo de fútbol.
Empezamos a amar el odio y lo desarrollamos como
principal motivación. La adultez nos hace adquirir consciencia de que
hay que manejar a la defensiva, de que el espacio para el sufrimiento es
ancho, angosto el del goce, inexistente el de la felicidad. Hablamos
con los desconocidos acerca de lo dura que está la vida y lo malo que es el gobierno -el peor de la historia, siempre. Se nos hacen
caras las cervezas en los bares y excesivo el volumen en las discotecas.
Huimos del sol porque produce cáncer, contamos calorías, dejamos de comer de aquello porque nos hace daño, las playas multitudinarias nos
agobian.
Por fin, somos capaces de leer La Retórica de Aristóteles y
reconocer lo sabio que era nuestro padre.
La adultez oscurece la tez y
la ensombrece. Despeja la cabeza -de pelo-y nubla la vista. Pausa la
expresión. Sube la agresión. Endurece. Desasosiega. Encanece. Ablanda. Atemoriza. Se
pierden la fe, la esperanza y la caridad.
No es buena la adultez. Y no
hay, aún, un interruptor que detenga a voluntad su marcha también
emprendida sin opción, arrojados como somos al mundo sin que medie decisión propia. ¿El pentotal a qué? se preguntó el poeta. Una dosis de
cianuro de potasio o algo similar con menos estridencia, tendría que
formar parte de la dotación mínima. A falta suya un poco de cinismo ayuda.
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