El hombre antiguo miraba al cielo. Lo antiguo, advierto, es relativo;
está a años cuando no a meses, cabe en nuestra vida varías veces no importa que
tan corta sea ella.
El hombre antiguo buscaba a Dios en el cielo, o buscaba entenderlo y lo conseguía en alguna
medida. Se maravillaba con los cometas, leía presagios, imaginaba su futuro y se reconocía en las
constelaciones.
El hombre actual ha desarrollado una excrecencia que lo obliga
a mantenerse agachado. No mira la tierra, que también ignora. Camina a tropezones. La mira a ella, que le pesa en las manos, en el cerebro y en el
corazón y le cuesta en el bolsillo. Que le impide mirar de frente, que le prohíbe
concentrarse en otra cosa que no sea ella misma. Esa extensión incómoda, poco
ergonómica, estorbosa, lo mantiene absorto, ocupado, esclavizado. Si consigue
hacerla a un lado o ignorarla, si lo fuerzan a no usarla, se siente agredido,
mutilado, sufre del síndrome del miembro ausente. Se nos mete en la mente y en
el cuerpo. De congéneres devinimos en contactos prescindibles, sustituibles. Masas de carnes, huesos y fluidos. Ojos y pulgares. Nada más.
El hombre moderno no importa, cuenta. Al hombre no le cuesta ser lo que es, le
cuesta ser lo que no es.
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