El barrio La Enea es un sector que se desarrolló apartado de la ciudad por lo cual se hizo autosuficiente: allí hay de todo, hasta aeropuerto. Populoso, algunas veces voy a comer y ver pasar la gente. Parejas de todas las edades, jóvenes con sus niños en brazos o en coches, adultos, ancianos. Ventimentas de todas las clases y los colores, contrasta con el barrio donde vivo en que los viejos se recluyen, hay pocos jóvenes, ningún niño, solo pasan carros y si alguien pone música se expone a una visita de la autoridad por perturbar al vecindario. En La Enea hay bulla, ofertas, chicas pizpiretas, comercio, vehículos que copan todo el espacio disponible y el que no, comederos de todo y así. El sábado, al lado en el andén del lugar donde voy por unas buenas costillas, se fue formando un corrillo de familiares que celebraban o iban a celebrar un cumpleaños: compraron un pastel, bombas de colores, hacían planes y echaban regalos en su pequeño automóvil. Me impactó que cuando empezaron a moverse, el padre del chico del cumpleaños, frisando los cuarenta, al despedirse de su madre se puso frente a ella, cerró los ojos un instante de profunda meditación y de respeto y recibió su bendición. No sé qué tanto persista esa costumbre que también viví y es, de hecho, el último recuerdo de mi propia madre. No veo los jóvenes pidiendo la bendición de sus padres como aquellos tiempos o como esta familia. Es probable que haga mucho bien pedirla, y darla. Me conmovió.
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