Uso con mucho cuidado la palabra amistad. Porque el amigo es el otro, él es quien le otorga a uno esa condición y el que se la quita, el que la reconocer y el que la niega, el que se aproxima y el que se aleja. Sócrates no consigue, en el Lysis, resolver el tema. Hay que ir a Aristóteles, Ética a Nicomaco, para encontrar un análisis más estrucurado. Todos hemos sido testigos, o protagonistas, de una conversación del tipo: ”¿Amigo mío? No. Lo conozco, me distingue, y habremos estado juntos algunas veces, pero amigos no somos". Por supuesto, he sido también amigo circunstancial. De esos que, en poco tiempo, si te he visto no me acuerdo.´No tiene amigos el que tiene muchos amigos', dice ese filósofo. Hoy los amigos, dada la preponderancia de las redes, pueden ser centenares o miles, sin cruzar una palabra con ellos y ganándose una borrada por intentar aproximarse. Basta un clic para una cosa u otra.
Al mejor nunca le he dicho amigo: cuento con su presencia y él con la mía, sin decirlo. Obrando, haciendo, respondiendo. Sin empalagos, sin derechos, sin reclamos. Sin demasiada frecuentación, solo la indispensable. Pero sobre todo nunca haciendo una petición sobre algo no viable o complicado personalmente; nunca forzando una respuesta negativa. Nada de amistad incondicional, lo contrario: amistad condicionada a lo que se sabe se es, se piensa, se tiene, sin cargas indebidas. Es decir: haciéndola posible.
El peligro de sobrepensar.Esto no me hará más simpático a ojos de conocidos o desconocidos. Naturalmente no funciona como blanco o negro. Más bien en la infinita gama de los grises.
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