Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

septiembre 13, 2010

Pensilvania










Luis Fernando Gutiérrez-Cardona



Nota de respuesta a Norma.


Pensilvania


¡Ah!, Norma, la seriedad es el recurso de los feos para justificarnos, auto compadecernos y escabullirnos, cosa que finalmente no conseguimos porque a los ojos de alguien eso resulta ser un punto a favor y por ahí derecho quedamos entrampados.

Con esta fotografía me ayudo a confirmar y reafirmar. Me entraron ganas de ir a Pensilvania, cosa que no hago hace tiempo. La última vez un 31 de diciembre que en Petaqueros tiramos la moneda: Pensilvania o Riohacha y ganó el frío. ¡Qué frío el de esa cabaña en El Bosque, aunque qué lindo! El pueblo un poco extraño por aquello de no conocer a nadie y nadie a uno. Solo Luz Marina Betancur apareció para salvar el rato. Y Marquito, el cartero, que me reconoció por aquello de que mientras uno más viejo se pone más se parece a su padre.
Me han dado ganas de volver y recorrer calle por calle, de encontrar, de reencontrar. Portón por portón, huerta por huerta. Y ver otra vez volar los gallinazos porque en ninguna otra parte los he visto volar como allí, si es que hay gallinazos todavía. ¿Sería un deshacer de pasos? El árbol de guayaba en la casa de Bernardo Ospina, y esos corredores de tablas, blancas de tan limpias, como las de las Ospina en la plaza a donde fui porque una de ellas era esposa del tío Alfonso. Corredores que parecía flotaban en el aire y se mecían al caminar en ellos. El patio empedrado de la casa de don Francisco Zuluaga, cananeo, y el de la del otro don Francisco Zuluaga, colorete. Esa casa grande donde murió muy joven la mamá de Marino Hoyos, doña Rosana, primer recuerdo de esta consciencia mía por lo que impacta a un niño un velorio, una casa cerrada, unos rezos tristes y unos cuadros volteados contra la pared. El de la casa de doña Sergina Hoyos donde íbamos a comprar helados, y a conocer el hielo, arriba de aquella en que nací y en la que ya no pondrán una placa por ello; la puerta por donde entraban las vacas a la de don Gilberto Hoyos, y un poco más arriba, el jardín y las begonias en la casa de don Julio Martín Aristizábal, que fuera antes de ancestros olvidados. Las fuentes de agua (nacimientos, les decían) donde las señoritas Quintana, después de la de don Joaquín Cardona con su olor a dentistería y la silla parecida a un instrumento de tortura de la edad media en que sentaban a la gente a sacarle las muelas. Había una fuente también frente a la casa de don Escolástico Escobar que tenía su ataúd comprado y guardado en el techo, en el que intentábamos meternos para tratar de verlo y hubo quien dijo que sí, que allí estaba. Más al fondo aún, una casita recostada contra la montaña de una señora, misiá Carmelita Buriticá, que vivía sola o con un hijo medio calavera cuyo nombre, por no recordar, ya no recuerdo. Y como no: las entradas fugaces a la casa de Oscar Eduardo Cortés, a hacerle mandados a mamá donde doña Lola o subir a mil las escaleras de la casa de... ¿cómo se llamaba? ¿Doña Ana Rosa? Ahí, frente a la tuya.
Ese caminar de ida y vuelta por la calle real atravesándose el parque y volteando en “Aquí me quedo” para hacer lo mismo de regreso una y otra vez. Ir alguna vez a la casa de Luis Alberto Estrada con sus hermosas matas florecidas y algún níspero si no recuerdo mal, o a la de Alberto Betancur y recordar esas mamás: doña Aurora, doña Marina.

Y como no: volver a ver lo que queda de esa piscina alucinante de los Hermanos en Betania, a la que solo se podía meter uno como expresión de lo inconsciente o como demostración palpable de que el frío no existe y nada que sea natural es insalubre: hoy ninguna mamá dejaría entrar un niño en un sitio así. (Veo a Carmenza Aristizábal paseando por allí, perturbadora, el único bikini que en el pueblo había y haciendo correr en desbandada a los hermanos cristianos con sus cachetes rojos de la rabia o de otra cosa, mientras a un compañero de La Dorada, interno él, le podía la naturaleza. Era linda Carmenza, seguramente lo es aún).
Casas todas de puertas y ventanas abiertas, de contra portón y calles por las que pasaban todavía recuas de mulas y de bueyes dirigidas por arrieros de alpargata al piso, que silbaban como nunca más he vuelto a oír. Y tarde en la noche, los fantasmas.

No creas, no soy afecto a la nostalgia. Pensilvania era una sociedad apocada, disminuida, cubierta por la neblina, enruanada y ensotanada, fanática, sectaria, en el último rincón del mundo, en medio de montañas en que los truenos sonaban ¡buuuuuuum..! y el eco resonaba ¡buuuuuuum..! Un lugar que a veces me parece no existía, cuyo horizonte más lejano era Morrón y la magia mayor era meterse con papá por el monte detrás de Piamonte a ver que había más allá, y más allá tampoco había nada, otras montañas. Intenté sacudirla con un periodiquito por el cual el hermano Alonso quiso echarme del colegio, y con un discurso horrible que di ahí mismo en la despedida de sexto, del que no fuiste testigo porque huiste del musgo a tiempo. Y de nosotros.

Pero qué diablos: algún pariente tuyo como que decía que el sentido de la montañerada nunca se pierde, y así es.
Tal vez por allí acabe con un computador en vez de un cuaderno, tomando notas y escribiendo cosas que me dan vueltas en la cabeza, sentado a la sombra de las araucarias que ya no existen, o al lado del Bolívar anodino del padre Domínguez, o recostado en los leones de la plazuela que váyase a saber si aún arrojan agua por sus fauces.

Un abrazo, Norma, que desatar estas cascadas reanima. ¿Será que nuestro corazón, "ya terciopelo ajado", resistiría un encuentro de años maravillosos? Me temo que difícilmente. 

Un abrazo para ti, Luis Fernando. Y no te pierdas.


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