David:
Dado que hay que pensar para existir, a veces, pocas, pienso. ¿Pienso? El del tao diría que si uno piensa que piensa está pensando en pensar y por lo tanto no está pensando en nada, salvo eso. Pero ahora que me da por escuchar a Lacrimosa, intento pensar en por qué afirmé en estos dias, en una de esas conversaciones extrañas, que la muerte no existe sin podérselo explicar a unos contertulios que enrollaban su dedo índice sobre la cien con el disimulo de quien no quiere que deje de notarse. Por supuesto, lo que afirmé no tenía nada que ver con el alma y demás linduras, que ella y estas me parecen cosa metafórica y muy malamente poéticas. Recomponiendo mis archivos me reencuentro con tu ensayo El Suicidio, sus Estatutos y Ética del Psicoanálisis (*). Lo vuelvo a leer a paso de vencedores. Me sorprende el título: Estatutos... eso es: ¿reglas? Suena tan romano. Y me da por mirar con detenimiento tu imagen: un libro presto a ser devorado. Con servilleta roja al cuello, como para que no manche. Mala cosa. Cuando estudiaba con los hermanos de la Salle, el hermano rector, el hermano Abel, me sacó frente al colegio y me puso de ejemplo: "devorador de libros" como que me llamó. Pero el hombre no se enteraba de lo poco importante que era lo que leía —Salgari y Verne— aunque pasara muchas horas en la biblioteca. Y lo nada formativo si se considera que me enteré de en qué rincón estaba Vargas Vila. Pero ya se sabe: en tierra de ciegos el tuerto es rey, lo cual es muy malo para el rey porque terminan por ponerle un sobrenombe y darle un golpe en la cabeza por sapo, digo, por rey. Un poco pretencioso todo eso. Tan así que el hermano rector que lo sucedió, el hermano Horacio, apenas tuvo la oportunidad me hizo frente al colectivo cuatro preguntas que llevaban la carga de la mala intención de hacerme quedar como el ignorante que era. Cosa que todos ya sabían. Lo consiguió con creces, pero él no quedó mejor cuando por lo bajo susurré de modo que se oyera: soy un niño. Nunca lo fui en realidad, pero eso es otro tema.
¿De qué se muere el que se muere? Sí. Sí. No hay que decirlo. Pero ¿para qué si el muerto no sabe que está muerto y por lo tanto no le puede sacar ningún gusto, ni conseguir ninguna ventaja conciente de ello? ¡Ni siquiera puede heredarse! Si el muerto no puede "vivir" la muerte, la muerte al final para él no existe. Salvo en ese momento orgásmico en que todos, váyase a saber por qué, decimos "me morí" "me morí" y en realidad lo hacemos. Pero por otro lado los que pensamos en la muerte lo que queremos es vivir, pero como si no vivieramos. O sea: sin pagar facturas a las personas ni a las corporaciones. Sería rico no pagar facturas y estar vivo. O mejor, morirse, pero vivo.
¿Cuál es la pertinencia? Ninguna. El acto de devorar supone que lo que se devora ya no vive. Salvo algunos personajes de la televisión que por descrestar al personal se meten lagartos vivos en la boca y se los tragan (uno confía en que salgan como entraron, después de haberse cenado, ellos, un pedazo de intestino suyo, o sea: del del gordo).
David... en estos dias hubo sol en Buenos Aires y cuando eso pasa, aquí también se siente un fresco.
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