Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
Era divertido. Iba con mis hermanos o algún compañero hasta esa imagen de la vírgen que alguien puso en la roca al extremo de la montaña sobre el abismo, más allá de donde terminaba el pueblo arriba de la casa de la señora Buriticá. Se llegaba por entre el pasto, pasando alambrados y saltando humedales.
Llegados allí nos echabamos en el suelo de bruces a mirar la Quebrada del Centro y a imaginarnos seres voladores. Hacíamos aviones de hojas de cuaderno que arrojábamos con suerte irregular al vacío: a veces volaban, a veces caian a plomo sobre una pequeña cornisa que había un metro más abajo. Mi hermano Felipe se atrevía a ir allí para recuperarlos, asido de cualquier cosa. Una locura. Luego corríamos manga abajo por el camino por donde cabía solo una persona, sin pensar que un resbalón ocasionaria una tragedia puesto que por todo ese lado la montaña es una loma casi vertical. Ningún papá dejaria hoy a los niños hacer semejante programa. El miedo es cosa de la mente.
Aunque no solo para ese plan sirvió esa montaña. En ese camino, en tardes solitarias, me encontré con novelas de Salgari, con Julio Verne, con Guy de Maupassant y también con el Marqués de Sade.
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:)
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