Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
Se puede ser felíz y seguir estando triste.
M. Yourcenar
M. Yourcenar
Tomaba siendo niño las manos de mi padre mientras caminaba con él por calles y caminos.
Me dejaba recorrerlas y jugar con ellas, pero se soltaba al rato descansándolas en mi hombro unos instantes sin decir palabra.
Fumaba, y sus dedos largos de uñas muy cuidadas tenían el color amarillo del tabaco. Se me hacían tan fuertes esas manos que con la misma energía castigaban o protegían. Que con la misma delicadeza escribían, sobaban o sostenían un Quijote cansino que sabía de memoria. O que simplemente tomaban su cigarrillo mientras silencioso miraba las montañas o seguía el vuelo de los grandes pájaros negros que subían y bajaban montados en las corrientes de aire en una danza hermosamente inolvidable.
Ya viejo sus manos tenian para mi el mismo atractivo que de niño. También se las tomaba. Se sorprendía. Como dejó de fumar se veían más pálidas pero igualmente fuertes, igualmente bellas, igualmente poderosas.
Cuando yacía muerto, de improviso, como si durmiera, mis ojos se detuvieron de inmediato en ellas. Al recordarlo regresan amables a acariciarme y se posan sobre mi cabeza. Yo levanto las mias y las pongo sobre las suyas, tibias.
Me dejaba recorrerlas y jugar con ellas, pero se soltaba al rato descansándolas en mi hombro unos instantes sin decir palabra.
Fumaba, y sus dedos largos de uñas muy cuidadas tenían el color amarillo del tabaco. Se me hacían tan fuertes esas manos que con la misma energía castigaban o protegían. Que con la misma delicadeza escribían, sobaban o sostenían un Quijote cansino que sabía de memoria. O que simplemente tomaban su cigarrillo mientras silencioso miraba las montañas o seguía el vuelo de los grandes pájaros negros que subían y bajaban montados en las corrientes de aire en una danza hermosamente inolvidable.
Ya viejo sus manos tenian para mi el mismo atractivo que de niño. También se las tomaba. Se sorprendía. Como dejó de fumar se veían más pálidas pero igualmente fuertes, igualmente bellas, igualmente poderosas.
Cuando yacía muerto, de improviso, como si durmiera, mis ojos se detuvieron de inmediato en ellas. Al recordarlo regresan amables a acariciarme y se posan sobre mi cabeza. Yo levanto las mias y las pongo sobre las suyas, tibias.
Y sonrío.
§
No hay comentarios.:
Publicar un comentario