Ella dijo:
... Y era la hora de comer. Y Abu-Zaccar el ciego, acompañándose en
la bandurria, cantaba versos filosóficos acerca de la inconstancia de la
suerte. Y he aquí que de improviso apareció en la entrada de la tienda
Massrur, el portaalfanje del califa y ejecutor de su cólera. Y al verle
entrar así, en contra de toda etiqueta, sin pedir audiencia y sin
anunciar siquiera su llegada, Giafar se puso muy amarillo de color, y
dijo al eunuco: "¡Oh Massrur! bien venido seas, pues cada vez te veo con
más gusto. Pero me asombra, ¡oh hermano mío! que, por primera vez en
nuestra vida, no te hayas hecho preceder por algún servidor para
anunciarme tu visita". Y Massrur, sin dirigir siquiera la zalema a
Giafar, contestó: "El motivo que me trae es demasiado grave para
permitirse esas fútiles formalidades. Levántate ¡oh Giafar! y pronuncia
la scheada por última vez. Porque el Emir de los Creyentes pide tu
cabeza".
Al oír estas palabras, Giafar se irguió sobre sus pies, y dijo: "¡No
hay más Dios que Alah, y Mahomed es el Enviado de Alah! ¡De las manos de
Alah, salimos, y tarde o temprano volveremos entre Sus manos!" Luego se
encaró con el jefe de los eunucos, su antiguo compañero, su amigo de
tantos años y de todos los instantes, y le dijo: "¡Oh Massrur! no es
posible semejante orden. Nuestro amo el Emir de los Creyentes ha debido
dártela en un momento de embriaguez. Te suplico, pues, ¡oh amigo mío de
siempre! en recuerdo de los paseos que hemos dado juntos y de nuestra
vida común de día y de noche, que vuelvas a presencia del califa para
ver si me equivoco. Y te convencerás de que ha olvidado ya tales
palabras!" Pero Massrur dijo: "Mi cabeza responde por la tuya. No podré
reaparecer ante el califa si no llevo tu cabeza en la mano. Escribe,
pues, tus últimas voluntades, única gracia que me es posible otorgarte
en vista de nuestra antigua amistad".
Entonces dijo Giafar: "¡A Alah pertenecemos todos! No tengo últimas
voluntades que escribir. ¡Alah alargue la vida del Emir de los Creyentes
con los días que se me quitan!"
Salió luego de su tienda, se arrodilló en el cuero de la sangre, que
acababa de extender en el suelo el portaalfanje Massrur, y se vendó los
ojos con sus propias manos. Y fué decapitado. ¡Alah le tenga en Su
compasión!
Tras de lo cual, Massrur se volvió al paraje donde acampaba el
califa, y fué a su presencia, llevando en un escudo la cabeza de Giafar.
Y Al-Raschid miró la cabeza de su antiguo amigo, y de repente escupió sobre ella.
Pero no pararon en eso su resentimiento y su venganza. Dió orden de
que en un extremo del puente de Bagdad se crucificase el cuerpo
decapitado de Giafar y de que se expusiera la cabeza en el otro extremo:
suplicio que superaba en degradación y en ignominia al de los más viles
malhechores. Y también ordenó que al cabo de seis meses se quemasen los
restos de Giafar sobre estiércol de ganado y se arrojasen a las
letrinas. Y se ejecutó todo.
Así es que ¡oh piedad y miseria! el escriba Amrani pudo escribir en
la misma página del registro de cuentas del tesoro: "Por un ropón de
gala, dado por el Emir de los Creyentes a Giafar, hijo de Yahía
Al-Barmaki, cuatrocientos mil dinares de oro". Y poco tiempo después,
sin ninguna adición, en la misma página: "Nafta, cañas y estiércol para quemar el cuerpo de Giafar ben Yahía, diez dracmas de plata".
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