Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
Te quiero como eres, pero no me digas cómo eres.
A. Porchia
Mientras tomo un café helado, tarde de jueves —ocres en el horizonte y soledad— ella en la mesa del lado cuenta una historia. Cuando termina me mira como diciendo: sé que me escuchabas. Su compañero dormitaba.
Un día coincidimos en el camino. Efecto de los recursos tecnológicos a
la disposición, nos encontramos en alguna esquina. Estrechamos las manos, preguntamos si continuábamos y tras la normal vacilación dijimos
que sí y nos detuvimos en algún lugar a compartir un jugo y un café.
Algo hubo de gustarnos. Conversamos. ¡Es tan simple! Compartir lo que se
hace, contar de lo que se vive, del estudio, de los pequeños
acontecimientos y de los grandes. Anotar que me gusta una canción,
dejar resbalar alguna frase de la lectura en curso o de la película o el
programa de televisión vistos. Contarse sobre la familia y los amigos.
En fìn, todo genera esa pequeña e íntima red que atrapa y constituye lo que se
llama amistad. Amor, sí. Siempre hay amor en la amistad, aunque no siempre haya amistad en el amor. Luego el día a día; quizás un pequeño
favor, la solución de algún problema. una caminada, la mano que se posa en el hombro
en señal de comprensión o de complicidad. Y el abrazo franco, abierto.
Pero no se existe sin tormentas ni tormentos. Se agitan las
arenas, los mares y las nieves. Un pequeño hilo de agua puede convertirse en
un instante en fuerza arrolladora. La brisa suave se transforma en
tornado, en huracán, y de pronto, porque sí, aquello que le gustaba es cuestionado desde su perspectiva: ni sus convicciones, ni sus
lecturas, ni su música, ni su familia, ni sus palabras. Lo que dices,
dijo de golpe inesperado, no me importa en absoluto. Lo usual es
reaccionar en igual forma y decir que lo tuyo en realidad tampoco me
interesa ni me atrae y hacer el consiguiente inventario equivalente. Pero en vez de ello guardé silencio y obré en
consecuencia: tomo nota, repuse, es su derecho y no volveré a
hablar de ello, pero tampoco a responder puesto que éste es el mio. El
silencio es una forma de conversación, pero más ardua. Dado que no le
gusta lo que me gusta y a mí, calladamente, no me gusta lo suyo,
todo pasa a ser un tema intocable.
La
brecha crece en cada encuentro: tengo que pensar y sopesar hasta el
usual "como estás", puesto que sobra. Hablar del trabajo o del estudio
no interesa. Si tuviese algo que decir lo dirá o no. Es
cosa suya. Yo escucharé. Lo común desaparece. ¿La salud? Es intrusivo.
¿El amor? ¿A quién le importa?
Claro: en el camino no faltó el día
especial, el pequeño detalle traído de un viaje, el libro que se compra
al paso y se da, los pequeños objetos que se intercambian en
confianza. Exorcizables, tales cosas un día aparecen en una caja con
una lista de chequeo. No los recibo. Pónlos ahí, y callo la ofensa.
Como si fuera un mensaje de entrego unas cosas para obtener las otras,
restituyo a mi vez, por no ser menos. O por ser más.
Sin embargo, queda algo: Yo. ¿Qué le gusta de mí si todo forma
parte del paquete? ¿Se es un gusto?
Ciertos individuos tenemos la
capacidad de intelectualizar los hechos y de asumirlos. Somos humanos, pienso, humanos demasiado humanos. No
existe amistad ni enemistad. Se vive en planetas diferentes. Ya se había
agregado esa terrible y válida sentencia de Nietszche: «El secreto del
amigo. – Habrá pocas personas que, si se hallan embarazadas por no
encontrar materia de conversación, guarden los secretos del amigo.»
Cada uno
de los siete mil millones de habitantes de esto que llamamos Tierra, es
único. Se pertenece y se enajena. Se da y se recupera.
«Dichoso aquel que tiene por amigos sus hijos, caballos ligeros para las
carreras, perros para la caza y un hospedaje en países lejanos.»
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