Pronta mi fecha de caducidad soñé que de nuevo te
tomaba de la mano; que caminábamos felices bajo el sol y que, muertos de la risa
bajo la lluvia, saltábamos sobre los charco empapándonos. Soñé que nos
besábamos en las busetas, en las calles, en las esquinas, en los caminos encerrados en el carro, en los cines;
y que buscábamos -habitantes únicos del universo- caminos perdidos en las
montañas para abrazarnos hasta ahogarnos. Que sentados sobre una piedra
mirábamos el lucero más brillante, los campos, las vacas, y que y nuestros pies
desnudos se acercaban. Me desperté sintiendo que mi cuerpo se acomodaba en el
tuyo, plano a plano, cima a cima; que mis manos se apropiaban de tu pecho
mientras las tuyas hurgaban mis profundidades, o que las llevaban a las tuya, anhelantes. Cabíamos entonces los dos en
la cuarta parte de esa cama que era para uno, a ser uno. Cuando los ojos no miraban más que tus
ojos y volteaba a mirarte cuando nos despedíamos y volvía a pasar otra vez, para
verte otra vez. Contabas
mis lunares y yo fijaba en mi memoria esos tuyos. Te besaba las manos -aquel lunar- y cada dedo tuyo era mío
como los míos tuyos. Sentí en la mía la suavidad de tu piel y tu cuerpo cubriéndome. Pensé que lloraba de amor,
pero no: la almohada húmeda hablaba a mi alma.
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