Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
Los bienes más amados de mi padre, esas cosas personales que nos da por conservar -una bola de cristal, unas conchas, un objeto cualquiera sin valor para otros- reposaban siempre en
una caja de metal de esas en que antes venían galletas o no recuerdo
bien qué cosas. Su cajita del tesoro era una de color café, con bisagras y cierre
dorado, cuyos dibujos se me escapan, de forma rectangular, relativamente
pequeña. No tenía llave, estaba ahí en su armario se puede decir que a
la disposición de la curiosidad de sus numerosos hijos. Bueno, no sé si
mis hermanos llegaron a hurgar en ella. Yo lo hacía
cada tanto quizás porque esperaba que apareciera algo nuevo. No
había mucho allí. Una afeitadora eléctrica de color blanco que había
recibido de su hermano el Monseñor, las últimas barbas del mismo que
recuperaría de su limpieza y guardó en un pequeño recipiente de plástico
transparente, una llave que no sé qué puerta abriría y el enorme, el
gigantesco vacío que llenaba el resto. No sé íntimamente que sentía mi
padre; no sé en qué pensaba cuando al atardecer, aspiraba su piel
roja en la parte alta de las escaleras o en la ventana que
miraba a la montaña. Yo creo que él, entre sus lecturas y sus silencios
era un ser profundamente solitario. Fijaba su vista en las montañas, quieto, callado. Tal vez de él heredé amar la lluvia, las nubes, las tormentas, allí en
ese pueblo perdido en una cordillera, un lugar imposible, verde y blanco, atractivo
para quienes lo hicieron solamente por sus aguas.
La neblina viene y
va. No sé si lo mío cabe también en una caja muy pequeña. Soy menos ordenado. Se va haciendo tarde.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario