Jamás pensé, es posible que conmigo otros, que el teléfono llegara a ser tan poderoso. Que el ansia del ser humano por intruirse en la privacidad ajena y en lo que tiene que ver con ella llegaría a hacerla absolutamente disponible, de manera voluntaria al inicio, ahora inercia pura. Estar presos de un pequeño artefacto que tienes la obligación de llevar a todas partes, a responder en todo caso y siempre y que, aun apagado, tiene poderes extraños, sabe y transmite a quien sabe qué, quién, o dónde lo que dices, piensas y lo que no, por inferencia de algún algoritmo infalble. Pero no solo eso, de alguna manera ha condicionado el comportamiento de todos: ¿por qué no responde? ¿dónde está? ¿por qué tiene su teléfono apaado? Eres un grosero y un mal educado por no estar disponible cuando cualquiera quiera que lo estés.
Confieso no ser buen conversador por teléfono. Debo tener algunos centenares de personas en mi directorio y todas las llamadas de trabajo las recibo y respondo directa y en general amablemente. Resuelvo de manera expedita aquello de que se trate. Pero no sirvo para conversaciones personales, para inquirir, si no es cara a cara y aún así me quedo en lo impersonal, salvo que claramente se abra por el otro un frente más íntimo y el ambiente sea propicio para ello.
Con cada vez más frecuencia dejo ese tiesto por ahi abandonado a la buena de dios en cualquier parte, aunque lleve conmigo el remordimiento de conciencia por no estarlo mirando cada instante.
©lfg-c
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