Cada tanto me pregunto dónde fueron a parar los dioses que el hombre ha tenido y temido. Beretuk, Baosheng, Tumatauenga ¿qué se hicieron? ¿Dónde los dioses mesopotámicos, caldeos o asirios, los egipcios, los griegos, los romanos, los nórdicos, los celtas, los maorí, los de cada rincón donde haya habido hombres creadores? ¿Qué se hicieron los sacrificios, las oraciones, las ofrendas ayer combustible de locomotoras como las momias, hoy acumulados en museos? ¿Qué de los textos, todo tratado como mitos, como palabrería? Arrojados de sus templos utilizados como piedra de cantera, los dioses de los mexicas y los dioses incas. Todo destruido en nombre del Dios más recién creado o mejor instrumentalizado por el poder humano. Encuentro más valioso a Ra, a Tláloc o a Xue que al barbado Yahvé, tan poco humano pero tan colérica hechura a imagen y semejanza. Encuentro válido a Zeus que se embriagaba y copulaba en el Olimpo o en la Tierra con lo que hubiese: hembra, hombre, animal o cosa. Pero no es este el punto. El punto es ¿qué se hicieron?¿por qué no protestaron su desaparición? ¿qué de las guerras y muertes que causaron? ¿de las esperanzas que llenaron? ¿y las frustraciones?
De las catedrales huecas de Inglaterra a las vacías de la Europa actual transformadas en comercios o sea rendidas al único y verdadero dios de la riqueza material. Dioses jubilados cuya lista sería demasiado larga. Dioses y templos, cascarones vacíos.
Pero el hombre, su autor, ahí.
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