¡A lo menos amemos!/ ¡Quizás no sea en vano!
—Amado Nervo
“Nuestra existencia no está hecha para la muerte, sino para la vida”. La frase del último mensaje del Papa se enmarca en el núcleo del cristianismo, que celebra en la Pascua la victoria de la vida sobre la muerte a través de la resurrección de Cristo. Su mensaje central es: el propósito de la existencia humana no es la muerte, entendida no solo como el fin físico, sino también como la desesperanza, el sufrimiento y la falta de sentido. En cambio, estamos llamados a vivir plenamente, con esperanza, amor y propósito. La vida no es solo el hecho de estar vivos, sino una existencia con significado, marcada por la fe, la solidaridad y la renovación. Levantarse ante las dificultades, elegir caminos y no dejarse vencer por la muerte en todas sus formas—indiferencia, egoísmo, violencia o desesperanza—es parte de este llamado. Esta reflexión se extiende más allá de lo espiritual y se proyecta en lo tangible.
Al escuchar la frase, la interpreté desde una perspectiva física, como un llamado a valorar y preservar la vida en su dimensión más concreta. Biológica y socialmente, la vida es el resultado de procesos naturales orientados a la supervivencia y el desarrollo. La muerte es una realidad inevitable, pero no el propósito de nuestra existencia. Estamos diseñados para la regeneración, la adaptación y la continuidad. Cada célula trabaja para mantener vivo el cuerpo, reparando daños, combatiendo enfermedades y posibilitando el crecimiento. Protegemos y cuidamos la vida a través de la salud, la nutrición, la ciencia y el bienestar. Pensar en la vida como el verdadero propósito nos lleva a explorar formas de prolongarla, mejorarla y hacerla más significativa. Por ello, nos esforzamos en garantizar seguridad, educación y calidad de vida. Esta visión no me aleja del Evangelio: Jesús no preguntó a Lázaro si quería ser resucitado. Asumió, como nosotros quizá, que es mejor estar vivos que muertos. Actuó: “¡Lázaro, ven fuera!”
Vivir la vida no es esperar su final; implica la actitud consciente de aprovechar cada día, de encontrar placer en las pequeñas cosas, de construir relaciones significativas y de desafiar los límites impuestos por el miedo o la rutina. No siempre se trata de grandes aventuras o momentos extraordinarios. También es aprender a valorar lo cotidiano: el sol en la piel, una conversación interesante, el sabor de una comida bien hecha, una mandarina de El Crisol, una canción de las sobrinas. Es la sensación de logro tras superar un reto. Es buscar aquello que nos apasiona, dedicar tiempo a lo que en realidad nos nutre y atrevernos a salir de la inercia.
Esperar la muerte sin vivir es una trampa en la que la vida se escapa sin haberla disfrutado. Tomar el control y vivir con intención lo cambia todo. Se trata de dar prioridad a lo que en verdad importa, a lo que da sentido a cada día y deja recuerdos imborrables. Los tantos recuerdos que construyó Olga Lucía nos traen hoy a un encuentro familiar diferente, pero no distinto, pues es la vida lo que reúne a esta familia. Y cuando la reúne la muerte, también es para celebrar la vida.
Gracias por todo, Olguita.
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