Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

septiembre 10, 2025

Antilecturas: el arte de volver a leer cuando el alma ya sabe escuchar

 


“La lectura no es obligatoria. Puedo preguntarle a un chico: ‘¿Y tú por qué no lees?’ Y él podrá decir: ‘No, no me gusta’. Y yo le diré: ‘¿No te das cuenta de lo que te estás perdiendo?’ Pero imaginemos que ese chico es un buceador y que me contesta: ‘¿Y usted no se da cuenta de lo que se está perdiendo por no bucear?’ Y tiene razón.” —José Saramago

 

Umberto Eco tenía una biblioteca de más de treinta mil libros. A quienes le preguntaban cuántos había leído, respondía con una sonrisa que no buscaba impresionar. Lo importante no eran los libros leídos, sino los no leídos. Esa acumulación de saber pendiente, de promesas por cumplir, la llamó antibiblioteca. No como monumento al ego, sino como recordatorio de lo que aún no sabemos, de lo que aún no somos capaces de entender.

Pero hay otra forma de no saber: la de haber leído sin comprender, sin sentir, sin estar presente. A eso podríamos llamar antilectura. No es ignorancia, es premura. No es olvido, es falta de escucha. Es el momento en que el texto nos habló, pero nosotros no supimos responder. Mi padre leía El Quijote, que digo: decía, de memoria, capítulos enteros; jamás presumía de sus lecturas y sus libros, pocos, los dejaba por ahí, para que quien quisiera los tomara.

Ayer fui un rato a la feria del libro de la Universidad de Caldas. El evento se celebra en una edificación sin terminar, diseñada por Rogelio Salmona, donde el ladrillo rojo conversa con el viento y las formas abiertas invitan al pensamiento. Manizales, ciudad en las alturas de los Andes, ofrece sus vientos fríos, sus atardeceres dorados, y el olor a café que impregna todos los rincones como una memoria que no se quiere ir.

Caminé como un ángel —digo por lo invisible— entre decenas de personas: los muy jóvenes, los muy mayores, los de tatuajes y peinados extraños, los vestidos de negro hasta los pies, los que aún creen en algo, aunque no sepan en qué; los de canas y andar cansino, que bien pueden estar para matar el tiempo, los que se sientan un rato a escuchar a una escritora anónima leer fragmentos de una novela que nadie, salvo ella, conoce. Eso sí, cada uno pegado a su móvil. Nadie ve a los ojos de nadie. Ni modo de intentar abrir una conversación. El hombre ha incorporado a sus miembros uno nuevo: el teléfono móvil, extensión de sus brazos, de su mente, de su vista, de su corazón y, como no, de su vida. La amabilidad persiste, sí, pero cada vez más distante, el saludo ya no sabe dónde posar la mirada.

Volví a casa con cuatro libros nuevos. Rondarán por ahí, de mesa en mesa, de silla en silla, de balcón en balcón, esperando ser abiertos por cualquier parte para respirar y ver el sol. Los libros no son meros objetos, sienten. Además, me gusta el olor de los libros nuevos, el descubrimiento de lo que apenas se asoma en las contratapas.  

Eso que llamo  antilecturas  sería esas cosas mal leídas, que es necesario retomar para descubrir lo que antes no se vio. Volver a ver. Regresar a El Enano de Pär Lagerkvist y descubrir que el mal no era un personaje, sino una sombra que nos habita. Abrir Siddhartha y entender que el río no habla en palabras, sino en ritmos. Reencontrarse con Demian y ver que el mundo interior no se conquista, se revela. Libros, a modo de ejemplo, que pasaron entonces por mis ojos, pero no por mi alma. Hoy son distintos: ellos me leen ellos a mí.

Las antilecturas nos enseñan que leer no es acumular, ni tener títulos como medallas. Es perderse. Es dejar que el texto nos transforme. Es aceptar que no entendimos, que no sentimos, que no vimos. Y es, sobre todo, la alegría de saber que podemos volver. Si, volver, porque cada libro tiene lugar, geografía, espacio.

Leer, cuando el alma sabe escuchar un poco mejor, es un acto de humildad. Es abrir el libro como quien abre una herida, como quien escucha el silencio. Faro y luna. Es saber que cada página tiene su hora, y que a veces hay que esperar décadas para que esa hora llegue.

 



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