Camino esta mañana rumbo a la oficina, con el paso que ya no apura, cuando una mano me toca el hombro. Me vuelvo. Es una señora desconocida. Se disculpa primero —“perdón por haberlo tocado”— y luego me señala el cordón suelto del zapato. “Puede caerse”, dice. Le agradezco, estoy a pocos pasos de la avenida y pienso atarlo al cruzarla. Sigo andando.
Ella no desiste. “Espere un segundo”, dice, y se inclina ahí mismo, en el andén, sin ceremonia ni permiso, y me ata el cordón. No atiende mi reclamo, no se detiene en el gesto. Tal vez asumió que, por el andar cansino, el poco pelo, y la edad visible, me costaría trabajo hacerlo. Tal vez simplemente quiso cuidar.
Fue un gesto de bondad que conmueve: tan bien se ve el mundo cuando alguien se agacha por otro sin pedir nada. Y que preocupa: ¿tan mal me veo?
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