Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

octubre 26, 2025

Crónicas de la Antiparanoia

 

 

Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él.

Jean-Paul Sartre




Fragmentos de una ciudad que aún se atreve a mirar

La paranoia no es solo un estado mental: es una arquitectura del poder. Los poderosos la cultivan para justificar su fuerza, para blindar su privilegio, para convertir el miedo en ley. “Nos van a atacar”, dicen, y se arman. “Nos miran con rencor”, dicen, y vigilan. También los poderosos del mal, los bandidos, siembran miedo y se favorecen de él. Nace así la sociedad paranoica: una red de sospechas y temor que organiza la existencia en torno al conflicto.

La paranoia no se queda en los palacios. Se filtra en las calles, los ascensores, los parques, en los saludos que no se dan. La persona que no mira —“no mire a los extraños”, leí alguna vez en un aviso del metro de Nueva York—, que no saluda, que teme a todos, reproduce el miedo como forma de vida. Sin embargo, hay gestos que resisten: una fresa ofrecida, un cordón atado, una clase fugaz sobre el prana. Son actos de antiparanoia: interrupciones del miedo, aperturas sin cálculo.

La antiparanoia no es ingenuidad. Es una forma de sabiduría que reconoce que el mundo respira mejor cuando alguien se agacha por otro, cuando alguien comparte su saber sin esperar eco. Cuando, viéndolo en problemas, le paga el paso al metro o al bus.

Es el prana del vínculo: el aliento vital que circula entre cuerpos que todavía se atreven a mirar. Hay vínculos que no se nombran, pero sostienen. Gestos que no fundan relación, pero dejan huella. Extraños que, por un instante, se hacen compañero de alma.

A veces, hay gestos y circunstancias que nos persiguen como déjà vu. No creemos en cuentos, pero sentimos que ya estuvimos ahí. Lugares que nos reconocen, palabras que nos habitan antes de ser dichas.

La humanidad es una sumatoria de pasados. Y cada gesto de cuidado, cada constancia mínima, es una forma de ser que da valor al “ser” que se crea y se destruye momento a momento.

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La fresa detenida

Tomo el ascensor. Una chica lleva en la mano un vaso de fruta, coronado por tremendas fresas. Sencillamente, digo: “esas fresas se ven ricas”. Cuando el ascensor para en mi piso, ella lo detiene. “Llévese una”, me dice. “No resisto pensar que se va a ir con ganas de una fresa”.

La tomo. Salgo feliz. Pero no es la fruta lo que me acompaña: es el gesto. En un mundo donde el otro es sospechoso, donde recibir algo de comer se ha vuelto casi prohibido, donde el saludo se ha vuelto trámite, alguien rompió el hielo.
Quizás hemos viajado juntos muchas veces. Quizás hoy, por fin, alguien fue más allá del “buenos días”.

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El cordón y la reverencia


Camino esta mañana rumbo a la oficina, con el paso que ya no apura, cuando una mano me toca el hombro. Me vuelvo. Es una señora desconocida. Se disculpa primero —“perdón por haberlo tocado”— y luego me señala el cordón suelto del zapato. “Puede caerse”, dice.

Le agradezco, estoy a pocos pasos de la avenida y pienso atarlo al cruzarla. Sigo andando. Ella no desiste. “Espere un segundo”, dice, y se inclina ahí mismo, en el andén, sin ceremonia ni permiso, y me ata el cordón. No atiende mi reclamo, no se detiene en el gesto.

Tal vez asumió que, por el andar cansino, el poco pelo y la edad visible, me costaría trabajo hacerlo.

Tal vez simplemente quiso cuidar.

Fue un gesto de bondad que conmueve: se ve bien el mundo cuando alguien se agacha por otro sin pedir nada. Y, sin embargo, me inquieta: ¿tan mal me veo?

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Crónica del parque ajeno

Me siento en una banca del parque de un barrio que no es el mío, a leer alguna página. Se me acerca una persona mucho mayor y me dice: “reconozco ese título”.

Me da una clase de tres minutos, que en mi vida representan años, sobre el prana, el aliento vital, la energía que circula entre los cuerpos.

Se levanta, dice “buen día” y no lo veo otra vez. No pidió permiso ni buscó permanencia. Fue un maestro fugaz, un sabio sin escenario. Su gesto no fue enseñanza, fue presencia. Y en ese parque ajeno, todo me pareció propio —por un instante.

 

 


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