Me detuve en el puesto de frutas que, por costumbre, marcaba la frontera con
Medellín en el pasado, por la
vía de Minas. Desde que una nueva vía acortó la distancia o la hizo más suave, mi paso por allí se volvió una liturgia olvidada. El hombre del lugar, de rostro curtido, a quien todos llaman
Pelusa, encendió una sonrisa al vernos:
—¡
Doñángela, cuánto tiempo sin pasar por aquí!
Nos dió
jugo de guanábana con ñapa y —además de
mamoncillos— la profusión de
frutas colombianas ofrecía unos
zapotes casi sin pepas. Y unos
aguacates de morir. Entre tanta abundancia, un atado de palitos, deshidratados como tallos de sombra, llamó mi atención. Pregunté por ellos. Me dijo que servían para hacer un remedio para la
diabetes y otras dolencias. No alcancé a retener el nombre, tal vez
Palo Santo, una de esas curas humildes que la tierra concede. Lo compré e hice la infusión anoche, tal como me indicó.
—Da muchas ganas de orinar —advirtió.
—Lógico —repliqué—, si se hace en un litro de agua.
La tomé: es insípida. Quién sabe, de pronto sirva para algo. Recordé a mi madre, que solía decir: “Lo que no envenena, engorda”, justificando la
ahuyama con que nos nutrió a base de vitaminas obligatorias.
Hay una infinidad de hechos cotidianos que se precipitan, invisibles, cada día, sin merecer nuestra atención. Hoy podría citar varios: el desconocido que advierte una luz encendida al dejar el carro en la calle —un ángel efímero de la vigilancia—; la persona que, al irrumpir yo en la oficina, dice: “Buenos días, tan temprano y ya usted aquí”, un reclamo disfrazado de halago; o la que entra de improviso y se asusta: “Pensé que no había nadie”. “Ya le traigo tinto”, ofrece luego con una sonrisa, restableciendo el pacto social del café.
Instantes después, la vida se tensa:
—Llegaste antes, y yo tarde porque no me confirmó la hora.
La réplica es exacta:
—Sí, lo hice. Dijiste siete, y a las siete llegué. Aquí está mi mensaje.
El roce se disuelve:
—No lo vi. Ah, bueno, trabajemos.
En cada instante reside ese montón de pequeños reclamos y diminutos halagos; esas microcoreografías del afecto y el rencor que, al sumarse, forman la sutil, densa, compleja y a veces desconocida materia que se conoce, sin pompa, como vida.
Pero al detener la mirada en esos dones no pedidos —la ñapa, la vigilancia, el tinto ofrecido— uno entiende que la verdadera estructura de la jornada es la reciprocidad: la única ley que gobierna estas coreografías es la de la donación constante. “No tengo más que pedir; entre amigos todo es común”, nos diría
Sócrates, validando que esta red de favores y reconocimientos mutuos es, en esencia, nuestra riqueza.
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