Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

noviembre 09, 2025

La jungla Rothko - Recuerdos recurrentes


 

Un día, por la sugerencia de una amiga hoy ya subsumida en el cosmos, sin saber del todo por qué, fui a la capilla Rothko en Houston. Entramos varios, pero pronto los pasos se fueron quedando atrás entre murmullos:
—¿A qué nos trajiste? ¿A ver cuadros negros?
Solo uno permaneció; intuía que debía haber algo más. Yo, atrapado al principio más por la arquitectura que por los cuadros, me senté en un banco. No miré: vi.

Frente a mí, cuando el tiempo dejó de importar, los cuadros se despegaron del negro absoluto. Eran selvas que rugían, explosiones silentes, ciudades vegetales, dramas nucleares. Me atraparon.

—¿Ves lo mismo que yo? —susurró el que se quedó.
—No sé qué veas, pero yo veo un estallido de colores en una jungla urbana —respondí.

Luego supe que Rothko puso fin a su vida en un lienzo de sangre, sin palabras, como si su cuerpo se fundiera con la obra. Él dijo: “Un cuadro toma vida ante un espectador sensible, y en su conciencia crece y se despliega.”

Años después, en el MoMA de Nueva York, frente a otro de sus cuadros, ya este de colores explícitos —que no de imágenes— solo en una pared vasta, volví a temblar. Mi acompañante calló, sin entender la emoción que guardé en silencio. Volví a ver. El cuadro respiró. Yo respiré.

Si hay un lugar al que deseara volver, es a esos dos que me han llevado a ese estado sagrado donde el afuera se disuelve y el universo se enciende en el resguardo más profundo del silencio.


________ 



Quizá la obra de Rothko sea vasta y errante, quizá tuvo sus mareas: altamar de luces y bajíos de sombra. Su arte, acaso, lo condujo a un final que fue por sí mismo un cuadro definitivo, una metáfora de sangre y silencio, donde el creador se funde con su creación, como si el lienzo devorara la biografía.

Pero la sala no termina  ni el recuerdo. Regreso a lo expuesto en Houston.
Casi en la misma geografía espiritual, Pollock arremete sobre el suelo: danza con la pintura en huracanes gestuales, su lienzo es territorio, deriva y vértigo. Hay allí pulsos que desafían el centro —un universo expandido, salpicado.

Twombly escribe sobre el lienzo como si los trazos fueran ecos antiguos, susurros inscritos en muro de cueva. Sus garabatos son voces inmemoriales que titilan en la penumbra, poesía en movimiento, lenguaje sin gramática pero con alma.

Y Flavin, casi como el que enciende milagros, alza sus luces —neones que todo lo atraviesan— y convierte el espacio en reverberación, el silencio en color puro y flotante. Un templo de luminiscencias donde la sombra y el fulgor se hacen uno.

Así, al caminar entre estos cuadros invisibles, algo se manifiesta: cada artista es un médium, y el espectador, otro cuadro donde todo resuena.

Si Rothko respira en el silencio,
Pollock ruge en la materia,
Twombly canta en la penumbra,
Flavin invoca la luz. 
Y yo, acunado por esas obras, vuelvo a ver, respiro, y me voy disolviendo.


 

 





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