Recorrer el camino sin compañía, ¿es recorrerlo? La senda individual es apenas un boceto hasta que se imprime en la conciencia de otro. El hombre que, solo, mira a la pared por largo tiempo puede iluminarse, sí. Pero es un iluminado cuando sale a mostrarlo. La contemplación, por sí sola, no basta. El saber necesita aire, mirada, roce. El hombre en la cueva podrá ser sabio, sí. Pero si no lo muestra, ¿para quién lo es? Se satisface a sí mismo, ¿y qué?
El saber que no se comparte se vuelve piedra, peso muerto que niega su naturaleza fértil. Los sentimientos, las emociones que no se expresan, ¿qué son? Muros invisibles. El gesto que no encuentra mirada se disuelve en el ego. El camino que no deja huella en otro cuerpo es losa, no camino.
No se trata de exhibirse. Se trata de resonar. De encontrar en el otro el espejo que valida y refina lo propio. De que el saber toque. De que el gesto transforme. De que el andar convoque. Amarse solo a sí mismo, incluso como paso previo, no significa nada. “No comprendo lo de amarse a sí mismo”, dice Adriano en las memorias que Yourcenar le presta. “No lo encuentro válido ni para el sabio, que ama todo menos a sí mismo, ni para el ignorante, que no ama a nadie salvo a sí mismo.”
La interioridad sin vínculo es silencio estéril. La sabiduría sin complicidad es eco que no vuelve. El mundo —en la vastedad del ciberespacio— nos empuja a encerrarnos en un si mismo aparente, a sumergirnos en una multitud sin rostro, a creer que basta con saber para que el saber valga.
El saber necesita ser dicho. El riesgo de exponerlo, de hacerlo vulnerable, es la chispa que lo enciende. El gesto necesita ser visto. El camino necesita ser recorrido con alguien, aunque sea por un instante.
La sabiduría —cualquiera, no hay que ser sabio para tenerla— no es acumulación. Es entrega. Sabio no es quien sabe mucho, sino quien comparte lo que sabe.

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