Epicuro
"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro
"Ciegos que viendo, no ven."
José Saramago
Crónicas, escenas y reflexiones sobre el mundo y lo que veo.
La sopa existencial
Con el tiempo, la mezcla se vuelve más compleja. Se añaden las alegrías fugaces, las frustraciones que sedimentan y los afectos que nos sostienen o nos desbaratan. Y en medio de todo, llega el dolor inevitable: cuando al caldo existencial se le agregan ingredientes externos, problemas que no son propios, sentimientos afectivos que envenenan el hervor. No bastaba la genética ni los silencios heredados; ahora entran deudas del mundo, miradas que juzgan, amores que asfixian como hierbas amargas. La sopa se desequilibra, el borboteo se torna quejido. Me duele esta intromisión, este robo de pureza turbia. La mente —esa fabuladora— nos arrastra de un lado a otro, como si la existencia fuera un tablero donde cada jugada es, simultáneamente, azar y destino. Yo estoy fatigado de ser el problema o la solución o las dos cosas: es una forma forzada de existir, un peso que obliga al yo a actuar roles prestados, agotando el hervor genuino. Desde Platón nos enseñaron que la felicidad es una búsqueda: un ascenso hacia la Idea, un movimiento perpetuo hacia lo que siempre está más allá. Pero si es búsqueda, es también una dificultad invencible; un horizonte que retrocede a medida que avanzamos. La felicidad platónica es un espejismo noble: nos obliga a caminar, pero nunca nos permite llegar. Quizá por eso la vida se siente a veces como un sueño: perseguimos sombras creyendo que son formas. El budismo propone que la felicidad no se busca, se acepta. No es un objeto ni una meta, sino un modo de habitar la sopa sin pretender purificarla. Es comprender que el caldo es turbio por naturaleza, que los ingredientes son inseparables —incluso los ajenos que duelen— y que la mente es solo una ola más en la superficie. La aceptación no es resignación, sino lucidez: dejar de perseguir la felicidad para permitir que, de vez en cuando, emerja como un sabor inesperado, aún en la tormenta prestada. Nuestra existencia oscila entre la búsqueda platónica y la aceptación budista; un vaivén entre el deseo de trascender y la necesidad de estar presentes. Mientras tanto, seguimos añadiendo ingredientes: la presión externa, la insatisfacción crónica, la comparación que nos encoge. Y, sin embargo, también agregamos gestos de ternura y esas complicidades que —como sugería Yourcenar— son más grandes que el amor. Pero la sopa existencial tiene esta característica final: en últimas, la conforma un solo ingrediente: uno. El yo puro, sin roles impuestos, sin ser problema ni solución. La libertad no es más que esto: soltar la fatiga de las definiciones ajenas, elegir el gesto del único que hierve. No para dominar la existencia, sino para ser ella, con conciencia, gracia y humanidad desnuda.
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