Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

junio 08, 2010

Bolero Falaz





Luis Fernando Gutiérrez-Cardona




Al frente la pintura de un artista local llamado Pablo Chávez. En primer plano un árbol escuálido que sirve para encuadrar el objeto central: una cabaña de esterilla de guadua y tejas de zinc oxidadas que copa el centro en el segundo plano. El aspecto es el de una de esas fincas enrastrojadas. Un potrero más allá, despejado y verde sugiere las presencias que no se ven directas: en la cabaña pobre vive alguien que tiene tal vez un caballo o una vaca; hay unas ropas secándose al sol sobre una cerca, un trapo oreándose en el hueco que sirve de ventana. Más atrás el bosque cubierto de neblina. No es un buen cuadro o vaya uno a saberlo: tampoco eran muy buenos los Van Gogh para la gente de su época.

El bosque tiene sabores que existen tan solo en los recuerdos de caminadas de mano de mi padre.

Después, recorridos de la mano de alguien en búsqueda de soledades cómplices que hacían inexistentes los sabores que no fueran los suyos una vez que los labios y las manos y las pieles no eran más que labios, piel y manos una. Y se iban todas las luces. Éramos uno en el mundo. Nos hacíamos invisibles y explotaba el cosmos. De regreso, felices, no decíamos mucho. Cogía una luciérnaga, que encerraba en el cuenco de sus manos para verla alumbrar en la oscuridad más oscura que se formaba allí y dejaba deslizar frases de Bécquer (Cendal flotante de leve bruma... beso del aura, onda de luz eso eres tú...) Reía aunque luego le tenía que explicar… ("No entiendo, me decía, esas palabras raras".) Nos deciamos que nos amábamos y declarábamos morir uno del otro mientras dejábamos que el color de la piel bajara antes de llegar de nuevo a su casa... Nos despedíamos sin dejarnos de mirar y al otro día mi madre gritaba porque el teléfono de mi habitación estaba descolgado…

Un abrazo con sabor a bosque es el que no volvió cuando, innecesarios los refugios subrepticios, resultó ser que tenía alergias a la tierra y a las ramas, que su olor le molestaba, que las hojas manchaban la ropa y no se resistía las ramitas en los brazos ni en los pies, que era horrible enmugrarse tirándose en el suelo y que las luciérnagas le producían pánico. Y, claro, que creía que la poesía no sirve para nada.




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