Mercado

 

Uno de los grandes placeres de mi niñez era acompañar a mi padre a comprar mercado... Ritual de los sábados de todas las semanas. Tengo un vago recuerdo de los toldos en la plaza. Luego fue el mercado moderno, demasiado grande quizás para el pequeño pueblo. El costal, al hombro de un chico al que le pagaba para ello, se iba más o menos llenando de las cosas simples de entonces. De puesto en puesto, aqui los platanos, allí las naranjas. No pedía rebajas pero aceptaba una guayaba de obsequio para mí. Al final la carne y,  por la tarde, en otra ida, la panela que llegaba después del medio día recien hecha. Siempre una arroba, una gran cantidad en términos actuales. Se comía con simpleza. Somos los hijos de la sopa de plátano, el arroz y el agua de panela.

Ya mayor me gustaba ir al gran mercado público, a la galería, a atiborrar el costal que alguien cargaba mientras lo recorríamos. Con muchas más posibilidades en la gran ciudad, me sorprendía de todo lo que por no mucho dinero hacia un bulto grande que llevaba a casa. Era lindo caminar allí con los productos de la tierra olorosos a la tierra, de manos de sus cultivadores.

Desaparecida la costumbre por los cambios de hábitos -lo que se necesita lo traen- se asume que todo crece en los supermercados en que hay de todo, donde todo pasa por un aparato y se paga acercando el teléfono a otro. Me sigue gustando el momento. Escoger una a una las frutas, las verduras, y con romanticismo arcaico tomar cosas de las estanterías.

El arte de comer en familia se desvanece. Se cocina poco. El comedor, integrado a la cocina, como mobiliario y espacio, ha desaparecido en los apartamentos modernos. No hay que tener una mesa para seis si hay solo dos. Una pequeña barra donde apoyar un plato, un vaso, y seguir pegados del teléfono, único y verdadero compañero actuante. 

Alguien tocará a la puerta y entregará el almuerzo del día. Así de simple.