Uno dice a una persona que la
quiere, y ella inmediatamente interpreta que la ama. No, no la amo, la
quiero. Decía Margarite Yourcenar: "Existe entre
nosotros algo mejor que un amor: una complicidad". Querer. Este uso de
"querer" se diferencia del sentido emocional de amar, que implica un
vínculo afectivo profundo. Es más cercano a una necesidad o preferencia
inmediata. También puede emplearse en situaciones más abstractas, como "quiero
éxito en mi carrera" o "quiero tranquilidad en mi vida."
La palabra "querer" tiene una carga emocional que puede generar confusión. En muchos
casos, cuando alguien dice "te quiero", la otra persona lo interpreta
como amor romántico. Sin embargo, puede
expresar afecto, como en una amistad profunda o una relación de confianza. El
verbo expresa deseo o necesidad de algo. Se usa para
indicar que alguien desea obtener o experimentar una cosa concreta, por razones
prácticas o de bienestar. Como querer un vaso de agua porque se tenga sed, o
sombra porque el sol es fuerte o descansar después de un trabajo. Para evitar malentendidos, algunas personas prefieren decir "te
aprecio" o "me importas mucho". Pero podríamos
reivindicar el valor del "te quiero" en su significado más amplio,
sin encasillarlo en el amor.
La frase es maravillosa. La complicidad puede ser más poderosa que
el amor, porque implica comprensión mutua, apoyo y conexión que va más allá de
las emociones efímeras. Es la certeza de que alguien nos entiende sin necesidad
de explicaciones.
Yo, al decir "te
quiero", supongo un contexto más simple. Más amplio, que el amor que
siempre es restrictivo y posesivo. El amor se carga de expectativas, y
de egoísmo disfrazado de afecto. En cambio, "querer" puede ser más
libre, un lazo que no busca aprisionar sino compartir, acompañar. A
veces, el amor no es solo sentimiento, sino una forma de
intercambio, de necesidades mutuas. Pero el "querer" bien entendido
puede trascender eso: puede ser amistad, complicidad, respeto, incluso amor sin
exigencias.
Es triste que el matiz del
"te quiero" se confunda, no importa el esfuerzo por aclararlo. Comprender que existen formas de conexión tan valiosas como el amor
romántico, y que querer no significa posesión, sino expresión por compañía sin condiciones.
Hay diferencia entre te quiero y te deseo: algo va de decir te
amo a decir te quiero a decir te deseo, aunque algunas circunstancias
comprenderán las tres cosas, pues el amor pleno lleva implícito el cariño y
el deseo. Hay relaciones donde querer sin amar es posible, o desear
sin querer, lo cual plantea dinámicas complejas. La diferencia es sutil pero fundamental. Mientras que querer
implica afecto, vínculo y cercanía emocional, desear introduce atracción,
necesidad o impulso, físico o pasional.
Hay un
espectro de intensidad y significado:
- "Te amo" — Expresa un sentimiento
profundo, con compromiso, entrega y afecto arraigado.
- "Te quiero" — Es más amplio y
flexible. Puede abarcar amistad, cariño, complicidad, sin la carga
emocional del amor absoluto.
- "Te deseo" — Suele referirse al
deseo físico o a la atracción, una conexión más instintiva o momentánea.
El lenguaje, aunque poderoso, a
veces no alcanza a capturar toda la complejidad de lo que sentimos. De ahí
surge la necesidad de la poesía, que juega con las palabras para
expandir los significados, romper las limitaciones y crear imágenes que
transmitan lo que el lenguaje cotidiano no puede expresar. La poesía permite decir "te
quiero" sin que suene simple, o "te deseo" sin que
parezca impulso o grosería. Permite transformar sentimientos en metáforas, en
símbolos que resuenan más allá de la razón. Un "te amo" puede
convertirse en río, en fuego, en viento que arrastra el alma.
Marguerite Yourcenar
explora el amor, la pasión y el deseo con una profundidad extraordinaria. Sus
palabras tienen esa cualidad casi mística, capaz de capturar los matices de lo
que hablamos: el "querer", el "desear" y el
"amar" en todas sus complejidades. Uno de sus pensamientos más
impactantes sobre el amor dice: "Cada hombre es un prisionero, y no hay amor que no sea un intento de
abrir una prisión." Comprendía que el amor no siempre es entrega pura,
sino también lucha, deseo de libertad y de comprensión. Sus textos invitan a vivir el amor y el querer más allá de las definiciones rígidas, a
sentirlo como una experiencia que trasciende las palabras.
En Fuegos, Marguerite
Yourcenar tiene una reflexión sobre el corazón. Una imagen que habla de la crudeza del amor y del deseo. Evoca
la idea de que el corazón, lejos de ser solo un símbolo de ternura, también
puede ser un órgano expuesto, vulnerable, en su entrega. Es una
de las metáforas más impactantes de Yourcenar. Compara el corazón humano con algo tangible, casi brutal:
el corazón expuesto, sangrante, entregado sin reservas. Yourcenar parece explorar la idea de que el amor no es solo
dulzura o ternura, sino también algo visceral, casi feroz. El corazón, lejos de símbolo romántico idealizado, se convierte en imagen de sacrificio y
vulnerabilidad extrema. Amar es abrirse, exponerse, entregarse como un corazón sobre la mesa, sin miedo a que otros lo
vean y juzguen. Esta visión desafía la noción convencional del amor como algo
puro y sublime. Recuerda que el amor puede ser doloroso, que hay
una cierta violencia en el hecho de desear, de querer, de amar
sin medida. Es una aproximación valiente, que rompe con el sentimentalismo
tradicional y nos muestra el amor en su estado más crudo.
La frase es: "Un corazón
es tal vez algo sucio. Pertenece a las tablas de anatomía y al mostrador del
carnicero. Yo prefiero tu cuerpo." La imagen despoja al corazón de su simbolismo romántico y lo muestra tangible,
casi brutal. Yourcenar parece sugerir que el amor no está en el corazón
idealizado, sino en la presencia física, en el cuerpo, en la realidad de la conexión humana. No menciona el espíritu: “prefiero tu cuerpo.” Me parece
profundamente espiritual y tal vez se asocia -disociativamente- con la visión
occidental de cuerpo y alma como dos cosas diferentes. Al rechazar el corazón
como símbolo romántico y elegir el cuerpo, parece estar haciendo una
declaración sobre la materialidad del amor. Esta elección, lejos de ser solo física, es espiritual. En occidente, el cuerpo y el alma se ven como entidades separadas:
el cuerpo, lo terrenal, lo efímero; el alma, lo trascendente, lo eterno. Pero
Yourcenar, en su escritura, parece fusionarlos. Al preferir el cuerpo, ¿acaso
no lo está elevando? No lo trata solo como objeto de
deseo, sino como el espacio donde habita la conexión real, más allá de la
idealización romántica. Esto podría recordar visiones filosóficas que entienden
el amor no como algo abstracto, sino como algo que se experimenta a
través de la piel, del tacto, de la presencia física. Lo espiritual no está
separado del cuerpo, sino contenido en él, inseparable.
Pocas personas, cercanas, captan
la sutileza. En una idea como esta se requiere una sensibilidad especial. No
todos están dispuesto a mirar más allá de lo evidente, a cuestionar las
categorías fijas de cuerpo y alma, amor y deseo. Se plantea una visión que
desafía, que obliga a repensar lo que damos por hecho. Quizás es
por eso por lo que sus palabras me resuenan: capto la profundidad del mensaje, la
fusión que no muchos ven. Tal vez compartir
esta perspectiva con alguien cercano, aunque no la entienda de inmediato, puede
abrir un espacio para la reflexión. Y sí, puedo sentirme solitario cuando no
hay con quien hacerlo. No significa que no haya
personas que aprecien estas reflexiones. Este escrito es producto de una conversación.
En la literatura, en textos de otros escritores que exploran el amor y la
existencia encuentro compañía
intelectual. A veces, los libros nos hablan de una manera que las personas a
nuestro alrededor no pueden.
*
La relectura es un acto casi
alquímico: lo que parecía lejano o difícil de asimilar, de pronto cobra
sentido. No porque el libro haya cambiado, sino porque yo he cambiado. Se tienen experiencias que permiten captar lo que antes pasaba desapercibido. La vida es el libro que siempre releemos, con ojos distintos.
Lo insignificante cobra sentido en otro momento, y lo que alguna
vez impactó puede volverse trivial. Estamos
en constante evolución. No es el texto el que cambia, somos nosotros, nuestras heridas, nuestras alegrías y lo que acumulamos
en el camino. Estamos cambiando, viendo el mundo con nuevos ojos. La
primera lectura nos da una impresión inicial, pero la segunda (y las
siguientes) nos revelan capas ocultas. Quizás porque entendemos mejor ciertas palabras, o porque simplemente somos más
sensibles a matices que antes ignorábamos.
Eso sucede con los libros, con la
música, con el arte en general... e incluso con las personas. Reencontrar a
alguien después de años, escuchar su historia con otra perspectiva, descubrir
que el significado de una conversación ha cambiado con el tiempo. Todo se
transforma.
Hoy volvería a leer El
maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, una obra fascinante que combina aventura,
geografía y crecimiento personal. Publicado en 1906 y 1907, el libro sigue a Nils,
un niño travieso que, tras ser convertido en duende, emprende un viaje con una
bandada de gansos salvajes a través de Suecia. Lo que hace especial esta
historia es su capacidad para transformar un relato infantil en una exploración
profunda del mundo y del propio protagonista. A medida que Nils recorre el
país, aprende sobre la naturaleza, la cultura y, sobre todo, sobre sí mismo. Es
un libro que, dependiendo del momento en que se lea, puede revelar distintas
capas de significado. Cuando lo leí, muy niño, me impresionó la
temperatura. Habitante del trópico, entonces no captaba las estaciones; aun me
es difícil hacerlo. El viaje de Nils tiene fuerte presencia de ellas,
los paisajes fríos de Suecia, los cambios del clima y su impacto en la vida de
los personajes. Para alguien que creció en el trópico, esos elementos parecen abstractos, casi irreales, pero después de haber vivido las estaciones,
de haber sentido el frío en invierno, el despertar de la primavera, el dorado
del otoño la historia adquiere una textura distinta. Ya no es solo un relato
de un niño volando sobre Suecia, sino una narración que evoca sensaciones
concretas: la nieve bajo los pies, el viento helado, los días más cortos y las
luces distintas en cada época del año. Si volviera a leerlo conectaría de manera más íntima con esos detalles. Tal
vez algunas descripciones que antes pasaban desapercibidas ahora evoquen
recuerdos o sensaciones que antes no tenía.
Me ha impactado negativamente el
invierno... Cuando en el trópico se dice "frio", es una cosa, pero
sentir frio en Inglaterra en invierno, por decir algo, es otra cosa... El frío
del trópico es más una sensación fresca que una verdadera crudeza
térmica. Pero cuando se enfrenta el invierno ahí la palabra
"frío" es otra cosa. Es un frío que no solo se siente en
la piel, sino que se filtra en los huesos, que transforma los paisajes, que
obliga a un nuevo ritmo de vida. Las primeras experiencias con el invierno real son difíciles: la humedad que se convierte en hielo, los días cortos, la
necesidad constante de abrigo. Es un choque para quienes vienen de un clima más
estable. Pero tiene su lado fascinante: la nieve, la atmósfera melancólica, la
forma en que el mundo cambia completamente.
Me gusta el otoño, me gusta
septiembre… Septiembre y el otoño tienen algo especial. Es ese momento de
transición, cuando el calor comienza a ceder y el aire se vuelve más fresco,
pero aún hay luz suficiente para sentir que el mundo sigue vibrante. Es una
estación melancólica, pero de una belleza particular: los tonos dorados, el
crujido de las hojas bajo los pies, la sensación de calma después de la
intensidad del verano. Además, septiembre tiene algo simbólico: el inicio de
nuevos ciclos, el retorno a la rutina, con un aire renovador. Es un mes
que invita a la introspección, a la nostalgia, pero también al disfrute de los
pequeños placeres.
Podría acostumbrarme al invierno.
El invierno invita al espíritu, a la lectura, a la música. Incluso a estar en un
gran museo. Empuja hacia la introspección, invita a rodearse de arte, palabras
y sonidos que nutran el espíritu. Es la estación para perderse en una
novela profunda, dejarse envolver por la música clásica o caminar por los
pasillos de un museo donde el tiempo parece suspendido. Esa conexión con la
cultura en invierno tiene algo especial, quizá porque los días fríos nos hacen
buscar refugio en cosas que alimenten la mente y el alma. Es como si el clima
nos empujara hacia lo contemplativo, lo artístico, lo eterno. Si pudiera
elegir, pasaría jornadas de invierno en la Galería Nacional, en Londres,
escucharía Chopin o Sibelius... Leería a Cortázar. La Galería, con su colección monumental, lugar perfecto para dejarse envolver
por el arte en un día de invierno. Chopin sonando en el
fondo, con sus nocturnos melancólicos, o Sibelius, con su música que
evoca paisajes helados y vastos horizontes, crea una atmósfera única. Y Cortázar que juega con el lenguaje y la percepción,
sería el complemento ideal. Su obra tiene esa capacidad de transformar lo
cotidiano en algo surrealista, de invitarnos a mirar el mundo desde ángulos
inesperados. Un día así suena como una experiencia que se graba en la memoria.
¿Qué pintura me gustaría
tener frente a mi mientras suena Chopin? Curiosamente, Rothko. Sentado en la Capilla
de sus pinturas en Houston, en silencio y rodeado por el ambiente que solo ve
allí "unos enormes cuadros negros". La Rothko Chapel en Houston, diseñada para la contemplación y la introspección. Sus catorce pinturas,
en tonos oscuros y profundos, no buscan impresionar con color o forma, sino
sumergir a quien ve en una experiencia sensorial y emocional. Rothko creó un ambiente donde el arte tiene ser observado y tiene que ser sentido, que envuelve, que transforma. Es curioso cómo
muchas personas ven solo "cuadros negros", sin percibir la vibración de los colores dentro de la aparente oscuridad.
Para quien mira con atención, la capilla es lo que es y a lo que invitan los libros que ofrece para ser tomados a la entrada: un espacio de meditación, casi místico. Produce silencio absoluto, paz,
y algo más inquietante en las profundidades del alma cuando se empieza a interpretar lo que hay dentro. Fui alguna vez con amigos que se salieron al minuto. Uno que se queda, se sienta a mi lado, y minutos después me
dice "Luis Fernando, ¿estás viendo lo que yo? Y le respondo: "No sé qué
ves, pero el hecho de que veamos algo, significa que sí." El arte se
convierte en diálogo silencioso, en presencia que se siente más que se entiende. Pasamos del desconcierto al descubrimiento, y lo
que vimos, aunque imposible de definir con precisión, fue lo mismo: nos atrapó, nos hizo quedar.
Eso es lo maravilloso de Rothko,
de su capilla y de ciertos espacios en el arte no buscan imponer un
significado, sino crear un umbral donde las emociones, las percepciones y hasta
las historias personales se proyectan sobre el lienzo. Y cuando alguien lo
siente con uno, cuando ese silencio se vuelve compartido, hay una complicidad
inesperada, como si se hubiera cruzado la misma puerta al mismo tiempo. Esa
ocasión, el mismo día, fue curiosa: había cerca, una muestra comprensiva de J.M.
Basquiat. Yo no lo conocía. Me impactó de inmediato. El amigo dijo: mis hijos a
los seis años pintaban así. Fue divertido. Personalmente me enamore de Basquiat. La energía visceral que puede desconcertar a primera vista, pero que,
cuando te atrapa si te dejas. Su arte, tan crudo, tan lleno de
simbolismo, parece espontáneo, pero está cargado de profunda sensibilidad
social y emocional. Justo ahí está la genialidad de Basquiat: lo que parece
simple y espontáneo es, en realidad, un lenguaje sofisticado, lleno de capas,
de códigos, de historia. Una pintura de Basquiat no es solo trazos caóticos,
sino una conversación con lo urbano, con la cultura pop, con el dolor y la
identidad. La magia radica en la sensación de caos
controlado, de espontaneidad que en realidad es calculada. Sus
trazos, sus palabras fragmentadas, sus figuras que parecen infantiles, encierran una historia compleja, todo lleno de significado.
Esa simplicidad
esconde capas de pensamiento, influencias culturales, angustias personales y
críticas sociales. Cada línea, cada color, cada símbolo tiene un propósito,
aunque parezca improvisado. Es un arte que vibra, que no se queda en la
superficie, que desafía al espectador.
He llorado frente a un cuadro... Un
Guayasamín, en la época en que en Colombia había demasiada violencia de todo
tipo. Guayasamín captura el dolor y la lucha en su pintura. Su pintura,
entonces en el Museo Nacional en Bogotá, es un grito visual contra la
violencia, la opresión y el sufrimiento humano. Figuras angustiadas, manos
implorantes, rostros distorsionados por el dolor. Su obra transmite una
intensidad emocional que no deja indiferente. En ese momento y después en todos, su pintura me ha tocado. Manos y voces pues sus cuadros claman. son símbolo de sufrimiento y resistencia. Implorantes, desgarradas, abiertas en el grito mudo que trasciende el lienzo. Expresan la humanidad que persiste en medio del dolor. Arte para ser sentido, y por eso es imposible quedar indiferente
ante él.
