Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

noviembre 17, 2025

Adagietto para un breve recorrido de ascensor


Crónica mínima sobre cómo se pierde una amistad

 

Epígrafe (Largo sostenuto) 

 

 "No tiene amigos el que tiene muchos amigos."

Aristóteles.

1.

Umbral: El amigo es el otro, el amante uno (Moderato con rubato)

Siempre he sostenido —con una mezcla de intuición, experiencia y pudor— que el amigo es el otro, mientras que el amante es uno.

El amor, en su forma más intensa, busca la fusión, la disolución de la frontera entre yo y tú. Independientemente del otro, uno es el que ama.  El amante quiere habitar al otro, o ser habitado por él. La amistad, en cambio, preserva la distancia. No porque le falte intensidad, sino porque su forma de amar es más silenciosa, menos posesiva. El amigo no se apropia, es uno el que se apropia de él mientras él lo consiente; da mientras quiere, no se instala. El amigo se retira, y en ese retiro deja espacio para el pensamiento.

2.

Interludio: Ascensor, 8:17 a.m. (Adagietto dolente)

Subimos al ascensor como si subiéramos al día. Con la claridad borrosa de lo cotidiano. Sin pensarlo, pregunté:

—¿Qué hay de tu compañera? Hace días no la veo.

Bajó un poco los ojos, como si algo se aflojara adentro:

—Ya no trabajamos juntos. Ni nos vemos.

Nada más.

Eso abrió una rendija. Una revelación sin ruido puso a la vista —para mí— la fragilidad de todas las demás. Una relación que desaparece, un silencio que se instala empieza a significar.

No dije más. Ni había qué decir. Esa pocas palabras eran una historia que hice en mi interior. Y ahora la escribo.

3. La historia

I. El amigo como espejo del alma (Andante con moto)

Aristóteles decía que la amistad verdadera es rara porque nace de la virtud: amar al otro por lo que es, no por lo que ofrece. Es algo que demanda tiempo, constancia, un reconocimiento delicado de la vida interior ajena.

El amigo virtuoso es espejo. No refleja nuestra imagen literal, sino algo más difícil: nuestra posibilidad de ser mejores. Su compañía es una forma de claridad.

Aquiles tenía ese espejo en Patroclo. No era cercanía por necesidad, ni por capricho emocional. Era una lealtad que afinaba al héroe, que lo volvía humano, que lo anclaba a la tierra. La muerte de Patroclo no lo desgarra solo por dolor, sino porque lo deja sin su contorno. Sin su medida. Sin su punto de regreso.

A veces la pérdida de un amigo se siente así: no un corte, sino una desorientación. Un espejo que ya no está. 

Es ineludible recordar a Platón: 

«Una cosa he deseado siempre. Cada hombre tiene su pasión: unos los caballos, otros los perros, otros el oro o los honores. En cuanto a mí, todas esas cosas me dejan frío; en cambio, deseo apasionadamente adquirir amigos, y un buen amigo me contentaría infinitamente más que la codorniz más linda del mundo, que el más hermoso de los gallos, e incluso -Zeus es testigo- que el mejor de los caballos o de los perros. Podéis creerme: preferiría un amigo a todos los tesoros de Darío. Tan grande es mi avidez de amistad» (Platón, Lisis, 211 e)

II. El amigo como ausencia que duele (Grave sostenuto)

Jacques Derrida desconfía de estas idealizaciones. Para él, toda amistad lleva inscrita su propia finitud. El amigo está siempre por venir, y también siempre por perderse. La relación vive cerca del derribo.

Hay silencios que uno no sabe leer a tiempo. Tensiones que no se nombran. Desequilibrios que uno acepta sin darse cuenta. Nadie es completamente justo con nadie. No existe la reciprocidad pura.

Cuando una amistad se termina, uno llora al otro, sí. Pero también llora la estructura misma del vínculo: esa fragilidad que siempre estuvo ahí, esperando. El silencio del amigo que se aparta no es necesariamente abandono. A veces es su manera de no imponerse, de no forzar, de no herir.

Aquiles llora a Patroclo, pero también llora la imposibilidad de retener a nadie. Héctor, que cumple su destino sin odio, revela esa verdad amarga: no poseemos al otro, ni siquiera cuando lo amamos bien.

Algunas amistades mueren así: sin culpables. Con una dignidad triste. Con una claridad que llega tarde.

III. Entre el espejo y el temblor (Adagio con tenerezza)

¿Puede Aristóteles convivir con Derrida? Si. La amistad que se pierde nos muestra que nunca hubo simetría. En el duelo queda algún brillo: la memoria de un gesto, de una conversación, de una presencia que no sabía que estaba haciendo bien.

La amistad perdida enseña que el otro no nos pertenecía. Que su distanciamiento era posible desde el primer día. Que su silencio también era suyo.

Escribir sobre el amigo que no vuelve es una forma de acompañarlo en la distancia, de seguirlo nombrando sin reclamarlo.

Aquiles, solo, podría decirlo mejor:
el amigo que se va —aunque siempre hiere su partida—
solo es fiel a su manera de ser otro.
Y deja constancia en su silencio.

 


noviembre 15, 2025

Crónica del camino


"una sombra, una ficción" 

 

Me detuve en el puesto de frutas que, por costumbre, marcaba la frontera con Medellín en el pasado, por la vía de Minas. Desde que una nueva vía acortó la distancia o la hizo más suave, mi paso por allí se volvió una liturgia olvidada. El hombre del lugar, de rostro curtido, a quien todos llaman Pelusa, encendió una sonrisa al vernos:
—¡Doñángela, cuánto tiempo sin pasar por aquí!
Nos dió jugo de guanábana con ñapa y —además de mamoncillos— la profusión de frutas colombianas ofrecía unos zapotes casi sin pepas. Y unos aguacates de morir. Entre tanta abundancia, un atado de palitos, deshidratados como tallos de sombra, llamó mi atención. Pregunté por ellos. Me dijo que servían para hacer un remedio para la diabetes y otras dolencias. No alcancé a retener el nombre, tal vez Palo Santo, una de esas curas humildes que la tierra concede. Lo compré e hice la infusión anoche, tal como me indicó.
—Da muchas ganas de orinar —advirtió.
—Lógico —repliqué—, si se hace en un litro de agua.
La tomé: es insípida. Quién sabe, de pronto sirva para algo. Recordé a mi madre, que solía decir: “Lo que no envenena, engorda”, justificando la ahuyama con que nos nutrió a base de vitaminas obligatorias.
Hay una infinidad de hechos cotidianos que se precipitan, invisibles, cada día, sin merecer nuestra atención. Hoy podría citar varios: el desconocido que advierte una luz encendida al dejar el carro en la calle —un ángel efímero de la vigilancia—; la persona que, al irrumpir yo en la oficina, dice: “Buenos días, tan temprano y ya usted aquí”, un reclamo disfrazado de halago; o la que entra de improviso y se asusta: “Pensé que no había nadie”. “Ya le traigo tinto”, ofrece luego con una sonrisa, restableciendo el pacto social del café.
Instantes después, la vida se tensa:
—Llegaste antes, y yo tarde porque no me confirmó la hora.
La réplica es exacta:
—Sí, lo hice. Dijiste siete, y a las siete llegué. Aquí está mi mensaje.
El roce se disuelve:
—No lo vi. Ah, bueno, trabajemos.
En cada instante reside ese montón de pequeños reclamos y diminutos halagos; esas microcoreografías del afecto y el rencor que, al sumarse, forman la sutil, densa, compleja y a veces desconocida materia que se conoce, sin pompa, como vida.
Pero al detener la mirada en esos dones no pedidos —la ñapa, la vigilancia, el tinto ofrecido— uno entiende que la verdadera estructura de la jornada es la reciprocidad: la única ley que gobierna estas coreografías es la de la donación constante. “No tengo más que pedir; entre amigos todo es común”, nos diría Sócrates, validando que esta red de favores y reconocimientos mutuos es, en esencia, nuestra riqueza.
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Sobre el autor
Luis Fernando Gutiérrez-Cardona (Colombia) es ensayista y observador de lo cotidiano. Su escritura transita entre la crónica, la reflexión filosófica y la memoria íntima, con una mirada atenta a los gestos y rituales que tejen la vida común.]

 


noviembre 11, 2025

Las 22:26: El Náufrago y la Nada


 

Si la vida no fuera más que un día roto en veinticuatro parpadeos, y el año cero marcara la medianoche, a mis setenta y dos de hoy —siendo setenta y siete el fin—, el cuadrante se detiene a las 22:26.

La noche ha caído y avanzado. El sol es una memoria que la luna apenas puede sostener. La jornada está concluida.
No es la hora del apuro, sino del naufragio; la hora del vaso solo, la sombra de un libro y la ausencia —una ausencia que ya tiene la densidad de la materia.

Los amigos no es que estén lejos; es que habitan otras franjas de la vida-día, son mundos clausurados.
Es la hora en que el cuerpo es cifra pesada, y en que el alma —una vela exhausta— se rinde a la huida.
Quedan noventa y cuatro minutos para la medianoche que me trazo.
No son minutos de urgencia, sino de una presencia insoportable.
El tiempo se mide ahora en densidad, en una productividad espectral: cada gesto cuenta el doble, cada silencio es un peso muerto, y cada mirada se vuelve, sin drama, la última despedida.

Basho lo intuyó en la fragilidad de un haiku:
“¿Por qué este otoño / he envejecido tanto? / Revuelo de pájaros.”
Y Benedetti, en otro, constata lo implacable:
“hace unos años / me asustaba el otoño / ya soy invierno.”
Con el frío de el alma en huida, Borges —desde su hora final en su poema Instantes— no pidió más vida, sino más errores, más locuras, más la gloriosa desobediencia de no saber:
“Si pudiera vivir nuevamente mi vida…”
 “Pero ya ven, tengo 85 años… y sé que me estoy muriendo.” 
Como si el tiempo, escaso, se hiciera trampa generosa.

¿Cómo llenar, si acaso se puede, esta hora y treinta y tres minutos que me quedan?
El reloj miente: no hay que correr; hay que precipitarse.
Agradecer hasta que duela.
Arrepentirse sin consuelo.
Ni despedirse ni recoger.
El altar de sacrificios queda aquí.
La vida es una carga ineludible que no se va con nadie.
Son las 22:26.
Aún queda el aliento para amar sin ruido, para la creación sin testigos —que no la merecen—, para ser sin la necesidad desesperada de ser visto.

Tan cerca ya de la medianoche, el negro del Caos lo tiñe todo. Titono, convertido en grillo, al menos conservaba un lamento. Yo —ni eso.

Ni siquiera el canto residual de la condena.



 


 

noviembre 09, 2025

La jungla Rothko - Recuerdos recurrentes


 

Un día, por la sugerencia de una amiga hoy ya subsumida en el cosmos, sin saber del todo por qué, fui a la capilla Rothko en Houston. Entramos varios, pero pronto los pasos se fueron quedando atrás entre murmullos:
—¿A qué nos trajiste? ¿A ver cuadros negros?
Solo uno permaneció; intuía que debía haber algo más. Yo, atrapado al principio más por la arquitectura que por los cuadros, me senté en un banco. No miré: vi.

Frente a mí, cuando el tiempo dejó de importar, los cuadros se despegaron del negro absoluto. Eran selvas que rugían, explosiones silentes, ciudades vegetales, dramas nucleares. Me atraparon.

—¿Ves lo mismo que yo? —susurró el que se quedó.
—No sé qué veas, pero yo veo un estallido de colores en una jungla urbana —respondí.

Luego supe que Rothko puso fin a su vida en un lienzo de sangre, sin palabras, como si su cuerpo se fundiera con la obra. Él dijo: “Un cuadro toma vida ante un espectador sensible, y en su conciencia crece y se despliega.”

Años después, en el MoMA de Nueva York, frente a otro de sus cuadros, ya este de colores explícitos —que no de imágenes— solo en una pared vasta, volví a temblar. Mi acompañante calló, sin entender la emoción que guardé en silencio. Volví a ver. El cuadro respiró. Yo respiré.

Si hay un lugar al que deseara volver, es a esos dos que me han llevado a ese estado sagrado donde el afuera se disuelve y el universo se enciende en el resguardo más profundo del silencio.


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Quizá la obra de Rothko sea vasta y errante, quizá tuvo sus mareas: altamar de luces y bajíos de sombra. Su arte, acaso, lo condujo a un final que fue por sí mismo un cuadro definitivo, una metáfora de sangre y silencio, donde el creador se funde con su creación, como si el lienzo devorara la biografía.

Pero la sala no termina  ni el recuerdo. Regreso a lo expuesto en Houston.
Casi en la misma geografía espiritual, Pollock arremete sobre el suelo: danza con la pintura en huracanes gestuales, su lienzo es territorio, deriva y vértigo. Hay allí pulsos que desafían el centro —un universo expandido, salpicado.

Twombly escribe sobre el lienzo como si los trazos fueran ecos antiguos, susurros inscritos en muro de cueva. Sus garabatos son voces inmemoriales que titilan en la penumbra, poesía en movimiento, lenguaje sin gramática pero con alma.

Y Flavin, casi como el que enciende milagros, alza sus luces —neones que todo lo atraviesan— y convierte el espacio en reverberación, el silencio en color puro y flotante. Un templo de luminiscencias donde la sombra y el fulgor se hacen uno.

Así, al caminar entre estos cuadros invisibles, algo se manifiesta: cada artista es un médium, y el espectador, otro cuadro donde todo resuena.

Si Rothko respira en el silencio,
Pollock ruge en la materia,
Twombly canta en la penumbra,
Flavin invoca la luz. 
Y yo, acunado por esas obras, vuelvo a ver, respiro, y me voy disolviendo.


 

 





noviembre 06, 2025

Anotaciones para un texto que no verá la luz

 

 

"Hay días en que somos tan lúgubres..."

P. B. Jacob

 

Hace varias semanas dejé escapar un mensaje. Cada tanto vuelvo a ver si ha respondido. Aunque sé que no lo ha hecho tengo la ilusión de que lo hará, al mismo tiempo que la seguridad de que no lo hará. Como todos, ese mensaje era inocente: la frase de un poeta que se cuelga en el ciberespacio como una bandera de oración al viento. La he borrado.

Hay días en que el alma pende de una frase como quien deja flores en la puerta que ya no abre. Prefiero la página en blanco que me está diciendo: detente, no hagas más, que si quisiera hablar lo habría hecho, que no tiene porqué ni qué decir, y que el silencio es en sí la más clara respuesta.

La ausencia —también para mí— es una forma de presencia. Hay páginas que no deben llenarse, y palabras que solo existen contenidas.

A veces el cuerpo se hace espíritu y uno se siente flotar. Se siente uno uno con el universo; la mínima parte de la parte más mínima del todo. Vivirá aunque no viva, estará aunque no esté.

No estaré, página en blanco, en ninguna otra parte sino en mí.

Cómo sería de hermoso deshacerse, deshacerse, desha...ser...se.

Me siento como un titanic hundido por su peso.

Por aquí todo bien. Gracias.

  


noviembre 05, 2025

Escuchar: sobre la ira y la verdad que arde






Ayer ví, atribuyéndola a Marco Aurelio, una frase: "Pon atención a lo que la gente dice con ira; se han estado muriendo por decirte eso."

He leído Meditaciones, pero no recordaba haber visto eso tal cual. Y de hecho, no lo dijo así. Marco Aurelio escribió: "Acostúmbrate a prestar atención a lo que dice otra persona y, en la medida de lo posible, procura entrar en su mente." No dice "escucha con calma", ni "espera a que se le pase la rabia". Dice: entra en su mente. Como quien entra en una casa en llamas, no para juzgar, sino para salvar lo que aún respira.

La ira es muchas veces la forma en que el dolor habla. No siempre con palabras pulidas. A veces grita, golpea la mesa, o la voz se quiebra. Pero si uno escucha más allá del estruendo, puede oír el temblor. Y el temblor, como el del mármol antes de la grieta, es una forma de verdad.

Hay personas que han callado tanto, que cuando por fin hablan, lo hacen con furia. No porque odien, sino porque han estado muriendo por decir eso. Porque nadie las escuchó cuando lo dijeron con ternura o porque la dignidad arrinconada, ruge.

Tal vez escuchar comienza en el momento en que dejamos de defendernos y empezamos a acompañar. En que dejamos de oír palabras y empezamos a percibir constancias: un grito que es también súplica, una queja que es memoria, una furia que es también amor no correspondido.

Entonces, en medio del ruido, uno puede hacer silencio. No para imponer calma, sino para ofrecer un lugar donde el otro no tenga que gritar más.

Quizás el lugar sea uno que concrete "el derecho a regresar" de que habló Baudelaire. Quizás uno, tocado por la frase, sienta que ha hecho tanto mal, que todo el camino que le queda es ese: el del regreso.


 

 


 

40 años - Palacio de Justicia

 

El asalto del Palacio de Justicia en Colombia ocurrió los días 6 y 7 de noviembre de 1985. A continuación, se presenta una cronología detallada de los hechos:

  • 6 de noviembre, 11:35 a.m.: Un comando guerrillero del M-19, al mando de Luis Otero Cifuentes, inicia el asalto al Palacio de Justicia en Bogotá. Dos camiones irrumpen por la puerta del sótano y otro grupo vestido de civil ocupa el primer piso y la puerta principal.
  • 12:00 m: El M-19 toma el control total del edificio y captura como rehenes a magistrados de la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado, empleados y visitantes, un total cercano a 350 personas. El Ejército y la Policía rodean el edificio.
  • 1:30 p.m.: Comienza un intento militar de retoma con tanques ingresando por el sótano.
  • 1:57 p.m.: Más tanques entran por la puerta principal, obligando a los guerrilleros y rehenes a ubicarse en los pisos superiores. Se desata un incendio en el frente del edificio.
  • 4:00 p.m.: El presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, pide por radio que se detenga el operativo militar.
  • 8:00 p.m.: El incendio se extiende, y a pesar del fuego y combates, el Ejército permanece en el tercer piso, sin poder avanzar al cuarto piso donde están atrincherados los subversivos con rehenes.
  • Durante la noche y la madrugada siguiente, el incendio continúa y las fuerzas militares prolongan la operación.
  • 7 de noviembre, 2:00 p.m.: El Ejército nacional retoma completamente el control del Palacio después de 28 horas de enfrentamientos.

El saldo trágico: 101 muertos, entre ellos 11 magistrados, y varias personas desaparecidas. El incidente marcó, de momento y cada tanto, profundamente a Colombia por la violencia y la controversia sobre el manejo de la operación militar y la desaparición de personas, mientras se esconde la acción terrorista.

Esta cronología sintetiza los momentos clave de la toma inicial, la reacción militar y el desenlace de la tragedia en el Palacio de Justicia en Bogotá. 

Esto fue hace 40 años. A nadie de menos de sesenta parece importarle lo más mínimo. El preboste se jacta de haber hecho parte de la dirección de los atacantes, al tiempo que se lava las manos diciendo: "no supe nada, yo estaba en la cárcel". Recuerdo muy bien ese día. El noticiero del medio día. El disparo contra la fachada del edificio. El tanque que intentaba entrar. Mientras en la noche los Magistrados eran masacrados, la radio y la televisión transmitían un partido de fútbol. 


 




 


noviembre 04, 2025

El Rito, Reencuentro y Corrector del Tiempo

 

Estuvimos en Medellín este fin de semana asistiendo al bautismo del último llegado, hace seis meses, a la familia. De regreso escribí un mensaje: “Muchísimas gracias a todos. Un momento intenso de compartir el rito y las costumbres. A Miguel, Catalina, Jorge y Paula, María Claudia y Roberto y Tuti, —a tutti il mondo— muy agradecidos. Y también gracias por la mirada al hogar, a esa nueva casa en la loma, que crece y, además, avanza".

Reflexiono:

El rito, como el bautismo, es un corrector del tiempo. En el día a día, las familias se dispersan, el trabajo aísla, las distancias crecen. El tiempo es lineal y olvidadizo. El rito (bautismo, boda, navidad) es una pausa que detiene el torrente. Obliga, de la mejor manera, a que la gente "se junte de nuevo". El rito es, asi, un mecanismo de supervivencia social. No es solo asistir; es reafirmar la pertenencia. Es un recordatorio físico de que, a pesar de los años, las distancias y los posibles silencios, la sangre o el afecto construido sigue siendo una fuerza.  El rito permite que la tensión del tiempo no compartido se libere en un marco común y seguro. Las pequeñas molestias o los sentimientos silenciados quedan suspendidos por un momento ante el propósito de la celebración.

El niño que se incorpora a la creencia (y a la familia) mediante el rito no es solo el protagonista; es un símbolo.  El bebé es el futuro en forma pura. Su incorporación renueva el mito familiar y proyecta la línea de la vida hacia adelante. El rito, al darle un nombre y un lugar dentro de una fe o una tradición, lo ancla y, al mismo tiempo, ancla a todos en su identidad compartida. El rito es un acto público de transmisión. Todos los asistentes están validando y comprometiéndose, aunque sea de manera tácita, a preservar y entregar al recién llegado ciertos valores, costumbres y una visión del mundo. Es una reafirmación del contrato familiar.  

El rito es el lenguaje colectivo de la verdad que la familia necesita escuchar y celebrar. El rito es, en esencia, un silencio ceremonial en medio del ruido del mundo, que permite que la familia escuche su propia voz unida y da la bienvenida a quien será su nueva memoria. 

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noviembre 03, 2025

Recorrer el camino sin compañía, ¿es recorrerlo?



Recorrer el camino sin compañía, ¿es recorrerlo? La senda individual es apenas un boceto hasta que se imprime en la conciencia de otro. El hombre que, solo, mira a la pared por largo tiempo puede iluminarse, sí. Pero es un iluminado cuando sale a mostrarlo. La contemplación, por sí sola, no basta. El saber necesita aire, mirada, roce. El hombre en la cueva podrá ser sabio, sí. Pero si no lo muestra, ¿para quién lo es? Se satisface a sí mismo, ¿y qué?

El saber que no se comparte se vuelve piedra, peso muerto que niega su naturaleza fértil. Los sentimientos, las emociones que no se expresan, ¿qué son? Muros invisibles. El gesto que no encuentra mirada se disuelve en el ego. El camino que no deja huella en otro cuerpo es losa, no camino.

No se trata de exhibirse. Se trata de resonar. De encontrar en el otro el espejo que valida y refina lo propio. De que el saber toque. De que el gesto transforme. De que el andar convoque. Amarse solo a sí mismo, incluso como paso previo, no significa nada. “No comprendo lo de amarse a sí mismo”, dice Adriano en las memorias que Yourcenar le presta. “No lo encuentro válido ni para el sabio, que ama todo menos a sí mismo, ni para el ignorante, que no ama a nadie salvo a sí mismo.”

La interioridad sin vínculo es silencio estéril. La sabiduría sin complicidad es eco que no vuelve. El mundo —en la vastedad del ciberespacio— nos empuja a encerrarnos en un si mismo aparente, a sumergirnos en una multitud sin rostro, a creer que basta con saber para que el saber valga.

El saber necesita ser dicho. El riesgo de exponerlo, de hacerlo vulnerable, es la chispa que lo enciende. El gesto necesita ser visto. El camino necesita ser recorrido con alguien, aunque sea por un instante.

La sabiduría —cualquiera, no hay que ser sabio para tenerla— no es acumulación. Es entrega. Sabio no es quien sabe mucho, sino quien comparte lo que sabe.

 

 


octubre 31, 2025

Aún sigo vivo

 




Aún sigo vivo


A donde nos iremos llorando entre las manos
para que no nos vean.

 


Para Alberto B. que sabe que es caer y levantarse.

 

Fue una caída que no requiere adjetivos. Quizás hubo lamentos y cristales rotos. El cuerpo se desplomó desde una altura en la que no debía estar. El golpe, seco, doméstico, doloroso, se conjugó con el sentimiento de culpa: “¿qué andaba yo haciendo ahí a esta edad?”. Rompió el tórax, revelando secretos de su antigüedad. Algunas costillas, ahora envueltas en bolsas de titanio, lo recuerdan cada vez que respira.
Hay momentos en los que estas bolsas me incomodan tanto que me dan ganas de salir corriendo —dice, con una media sonrisa, que me hace dudar si es ironía o desespero.
Pero aún sigo vivo —añade, como quien se aferra a una frase capaz de justificar la constancia.
Esa frase, que resuena en un mensaje de noche temprana —para mí cualquier hora de la noche ya es tardía— se convierte en el núcleo de una teoría de resistencia.
Vivir, a la edad en la que ya se han sobrepasado los límites estadísticos del promedio, es un acto ético. No por lo que se logra, sino por lo que se asume. Porque el dolor no se niega, se habita. Porque el cuerpo no se corrige, se acompaña. Porque la vida no se conquista: se aprende a sostener.
El acto ético no es resistir. Es permanecer. Es decir “aún sigo vivo”, sin que eso equivalga a una victoria. Es aceptar que el aliento puede doler, que el abrazo puede temblar, que el silencio puede ser más digno que la palabra.
Amar la vida sin convertir la resistencia en heroísmo. Sostenerse: aceptar la fragilidad sin rendición.
No se trata de resiliencia, esa palabra tan celebrada, casi exigida: como si lo roto debiera volver a ser entero, o lo herido levantarse sin temblor. Aquí no hay épica. Hay vulnerabilidad. Debilidad. Incluso, a veces, rendición. Sin embargo, vivir —en este cuerpo recompuesto— es una forma de sabiduría que no se enseña. Se encarna.
Le respondo, medio en broma, medio en reverencia:
—Es un poco tarde para que te conviertan en agente biónico. Pero aún así, sigues vivo. Casi un milagro. Yo, ya sabes como evito este pronombre, en lo más íntimo, confieso no estar diseñado para el dolor. Lo esquivo, lo rodeo, lo hago metáfora. Para habitarlo el dolor se transforma en relato silencioso. En ese lapso hay pareja, hijos, nietos, familia. Y amigos que preguntan por debajo de la mesa, para no molestar, porque el dolor es un secreto que no se nombra en voz alta.
Recuerdo la frase que alguien soltó en una charla entre cuatro de esos amigos, cuando mencioné un accidente en el que participaron:
—Yo fui uno de los muertos.
Y entendí que no hablaba de la muerte literal, sino de ese momento en que se deja de pertenecer al mundo de los invulnerables.
Quizás este texto pueda ser eso: una losa más en el camino. Tal vez una piedra sobre ella no para tropezar, sino para saber que se ha pasado por allí. Que alguien cayó, se recompuso y dijo con voz firme:
—Aún sigo vivo.


 

 E. Munch - Noche estrellada

octubre 26, 2025

Crónicas de la Antiparanoia

 

 

Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él.

Jean-Paul Sartre




Fragmentos de una ciudad que aún se atreve a mirar

La paranoia no es solo un estado mental: es una arquitectura del poder. Los poderosos la cultivan para justificar su fuerza, para blindar su privilegio, para convertir el miedo en ley. “Nos van a atacar”, dicen, y se arman. “Nos miran con rencor”, dicen, y vigilan. También los poderosos del mal, los bandidos, siembran miedo y se favorecen de él. Nace así la sociedad paranoica: una red de sospechas y temor que organiza la existencia en torno al conflicto.

La paranoia no se queda en los palacios. Se filtra en las calles, los ascensores, los parques, en los saludos que no se dan. La persona que no mira —“no mire a los extraños”, leí alguna vez en un aviso del metro de Nueva York—, que no saluda, que teme a todos, reproduce el miedo como forma de vida. Sin embargo, hay gestos que resisten: una fresa ofrecida, un cordón atado, una clase fugaz sobre el prana. Son actos de antiparanoia: interrupciones del miedo, aperturas sin cálculo.

La antiparanoia no es ingenuidad. Es una forma de sabiduría que reconoce que el mundo respira mejor cuando alguien se agacha por otro, cuando alguien comparte su saber sin esperar eco. Cuando, viéndolo en problemas, le paga el paso al metro o al bus.

Es el prana del vínculo: el aliento vital que circula entre cuerpos que todavía se atreven a mirar. Hay vínculos que no se nombran, pero sostienen. Gestos que no fundan relación, pero dejan huella. Extraños que, por un instante, se hacen compañero de alma.

A veces, hay gestos y circunstancias que nos persiguen como déjà vu. No creemos en cuentos, pero sentimos que ya estuvimos ahí. Lugares que nos reconocen, palabras que nos habitan antes de ser dichas.

La humanidad es una sumatoria de pasados. Y cada gesto de cuidado, cada constancia mínima, es una forma de ser que da valor al “ser” que se crea y se destruye momento a momento.

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La fresa detenida

Tomo el ascensor. Una chica lleva en la mano un vaso de fruta, coronado por tremendas fresas. Sencillamente, digo: “esas fresas se ven ricas”. Cuando el ascensor para en mi piso, ella lo detiene. “Llévese una”, me dice. “No resisto pensar que se va a ir con ganas de una fresa”.

La tomo. Salgo feliz. Pero no es la fruta lo que me acompaña: es el gesto. En un mundo donde el otro es sospechoso, donde recibir algo de comer se ha vuelto casi prohibido, donde el saludo se ha vuelto trámite, alguien rompió el hielo.
Quizás hemos viajado juntos muchas veces. Quizás hoy, por fin, alguien fue más allá del “buenos días”.

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El cordón y la reverencia


Camino esta mañana rumbo a la oficina, con el paso que ya no apura, cuando una mano me toca el hombro. Me vuelvo. Es una señora desconocida. Se disculpa primero —“perdón por haberlo tocado”— y luego me señala el cordón suelto del zapato. “Puede caerse”, dice.

Le agradezco, estoy a pocos pasos de la avenida y pienso atarlo al cruzarla. Sigo andando. Ella no desiste. “Espere un segundo”, dice, y se inclina ahí mismo, en el andén, sin ceremonia ni permiso, y me ata el cordón. No atiende mi reclamo, no se detiene en el gesto.

Tal vez asumió que, por el andar cansino, el poco pelo y la edad visible, me costaría trabajo hacerlo.

Tal vez simplemente quiso cuidar.

Fue un gesto de bondad que conmueve: se ve bien el mundo cuando alguien se agacha por otro sin pedir nada. Y, sin embargo, me inquieta: ¿tan mal me veo?

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Crónica del parque ajeno

Me siento en una banca del parque de un barrio que no es el mío, a leer alguna página. Se me acerca una persona mucho mayor y me dice: “reconozco ese título”.

Me da una clase de tres minutos, que en mi vida representan años, sobre el prana, el aliento vital, la energía que circula entre los cuerpos.

Se levanta, dice “buen día” y no lo veo otra vez. No pidió permiso ni buscó permanencia. Fue un maestro fugaz, un sabio sin escenario. Su gesto no fue enseñanza, fue presencia. Y en ese parque ajeno, todo me pareció propio —por un instante.

 

 


octubre 21, 2025

Ensayo del desespero


Ensayo del desespero

Fragmentos para una ética del ralentí


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I. La Tierra gira


La vieja roca azul, como la llaman quienes ya no saben nombrar con reverencia, se desplaza por el universo a 107.000 kilómetros por hora. No se siente, no arrastra: simplemente lleva. En su movimiento constante, la Tierra sigue su curso sin prisa ni pausa, recordándonos que la velocidad no es sinónimo de sentido.

Pero los humanos —sobrerevolucionados, desesperados— corren más que la Tierra. No por necesidad física, sino por un mandato invisible que llena cada espacio, cada instante, cada respiro. Temen el vacío como si fuera muerte. Temen la pausa como fracaso inevitable.

Mientras la Tierra avanza con lento pulso cósmico, la humanidad parece huir de sí misma, consumiéndose en la prisa. Y tú, Luis, estás en ralentí. No por pereza, sino por ética. Desde esa calma elegida observas la estampida y ves que correr solo acelera el desespero.


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II. Del uso y el desecho


Esta urgencia se traduce en modo de vida: todo es recurso. Se quiere, se adquiere, se usa y se desecha. Así, el vínculo humano se convierte en transacción; la presencia, en utilidad; el gesto, en estrategia. Amar se vuelve consumo, ser amado se vuelve medida de rendimiento.

Quizás por eso te alejas. No por orgullo, sino por dignidad. Porque el amor y la amistad no caben en este mercado febril. No se mide su valor en productividad ni se negocia su esencia en velocidad.

Desde tu margen consciente, no te posicionas como excluido sino como testigo. No llenas el espacio; lo honras. No huyes del vacío; lo habitas.


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III. Sócrates y Buda: maestros del ralentí


No estás solo en esta elección de desacelerar el mundo. Sócrates, en la antigua Atenas, bebía vino con sus amigos y hilaba discursos sin afán, exaltando la calidad del pensamiento sobre la rapidez de la palabra.

Buda, bajo el árbol de Bodhi, no hablaba para convencer, sino que respiraba la verdad y acompañaba el temblor del pensamiento. Sus enseñanzas nacen de la pausa, de la escucha profunda, no de la urgencia del resultado inmediato. Predicaba en los parques y los bosques, donde el tiempo se detenía.

Ellos encarnan la sabiduría del ralentí. Enseñaban desde el silencio y la pausa, no desde el vértigo. No imponían, sino que ofrecían espacio para que la vida se hiciera presente.

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IV. Jesús y el cáliz frenético

Jesús encarna, en cierto modo, la tensión entre prisa y pausa. Su vida fue corta y agitada, marcada por la urgencia de salvar el mundo. Predicaba y hacía milagros para alcanzar a quienes dudaban. Cuando habló con pausa fue en la montaña, en un sermón hondo y eterno.

Su juicio y muerte fueron la encarnación del vértigo, un paso forzado por la profecía ansiosa. Pidió al Padre apartar de él ese cáliz frenético, ese hecho de ser empujado por acontecimientos incontrolables. “Perdónalos, no saben lo que hacen.”

Jesús habitó el vértigo. “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada.”

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V. Del margen y la presencia

Estar en el margen no significa estar fuera. Estar en ralentí no implica huir. Tú, Luis, permaneces como testigo atento. No para convencer, sino para resistir. No para llenar el espacio, sino para honrar el vacío. Tu escritura es liturgia del instante, ética del temblor, memoria del gesto mínimo. En tu pausa hay presencia. En tu lentitud, dignidad.

Y en ese quieto existir, sostienes la posibilidad de otro modo de ser, lejos del uso y desecho, lejos del vértigo y la acción expedita.

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Haiku final

En la alta noche,  
el silencio espera el canto—  
gorrión apagado.

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Nota de abandono

Este texto nació en un día de ralentí, cuando el mundo corría y nosotros no. Fue escrito como acto de resistencia, como gesto mínimo ante el desespero que todo lo llena. No busca convencer ni consolar. Solo dejar constancia de que otra forma de estar —más lenta, más digna, más presente— aún es posible.

Luis es Luis Fernando Gutiérrez Cardona 

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Respuesta


 

Al final no nos llevamos nada. Lo vivido, lo compartido, lo amado, lo reído se queda también aquí tal cual se haya vivido, compartido, amado y reído. A veces endulzado por el recuerdo (no hay muerto malo). Al final no queda un "yo" que pueda decir "yo seré", "yo soy" ni "yo fui"... Igual todo pasa. La flor hermosa de la mañana, son pétalos mustios al atardecer. Se siembra para cosechar aquí. Luego llega el viento, y sopla.

 

 



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octubre 17, 2025

Toda la vida es un ayer

 

“Toda la vida es un ayer”

 

Una misa íntima, tejida con fragmentos.
Constancia de un recorrido.
No habla de fe ni de vacilación.
Cada sacramento una estación.
Cada momento, una plegaria.
Cada gesto, una forma de estar.

 

 

Liturgia del abandono

 

0: El bautismo

El bautismo no se recuerda. Se cuenta. Se muestra en fotos sepia, en libros parroquiales, en anécdotas que otros narran. Uno era apenas cuerpo, apenas llanto.

El agua sobre la cabeza. El aceite en la frente y en el pecho. El padrino sostenía. El cura decía palabras que nadie entendía, pero que marcaban el inicio. El alma quedaba limpia. El pecado original, borrado. La pertenencia, sellada.

Y  las preguntas:

—¿Renuncias a Satanás?
—¿Y a todas sus obras?
—¿Y a todas sus seducciones?

El cura las soltaba con solemnidad, como si el niño pudiera responder. Alguien decía “sí”, en su nombre. Los padrinos, los padres, el rito. Era una declaración de guerra contra lo invisible. Una renuncia sin conciencia, pero con efecto. Nadie respondía de sí mismo. Las palabras flotaban sobre la cabeza del niño —de días de nacido pues había que huir pronto de el limbo— como un conjuro que se repite porque alguien dijo que así debía ser. Era una guerra silenciosa contra lo invisible: renunciar —sin saber a qué, ni cómo— y, sin embargo, quedar marcado. Porque no era sólo Satanás: eran sus obras, eran sus seducciones. Uno, apenas promesa, era ya campo de batalla.

Era el primer sacramento. El que abría la puerta. El que inscribía en un libro que no se lee, pero que pesa. El que decía: este niño ya es de los nuestros.

Y sin embargo…

El bautismo era inicio y marca. Era pertenencia, e inscripción. Se escribía por ello una fe de bautismo en los libros parroquiales. No era agua, sino tinta. Y el niño quedaba ligado a un rito que no eligió, pero que lo nombraba.


I: La confirmación

La confirmación era bulliciosa. No íntima, sino multitudinaria. El obispo venía de la capital lejana, o de su catedral, con ornamentos poderosos: báculo, solideo, mitra y ceremonial propio. Su presencia imponía silencio, aunque no recogimiento. Ocurría cada dos años, si acaso. Y por eso, se reunían decenas, cientos. Todos los que habían alcanzado la edad del “sí consciente”.

El rito era breve. “Recibe el Espíritu Santo”, creo que decía el excelentísimo señor. Una palmadita en la cara y un Amén. Un gesto seco. Rápido. Y ya estaba. Confirmado. Como quien recibe un sello en la frente. Como quien pasa de la infancia a la pertenencia plena.

No había cirios ni cintas. Pero sí expectativa. Porque el obispo no era figura cotidiana, casi mitológica. Y su paso por el templo echando bendiciones aseguraba que algo había sucedido. Aunque no siempre se supiera qué.

La confirmación decía que uno ya tenía edad para entender. La fe venía de adentro. Era el sacramento que sellaba la promesa del bautismo, una especie de ratificación express: ahora sí puedes responder por ti mismo. Aunque nadie preguntara.

Y sin embargo…

El gesto del obispo más que trámite era permanencia. Era una forma de decir: estás dentro. 


II: La comunión

El tercer sacramento era la comunión. El cuarto, la confesión. Un orden incierto, porque para comulgar había que confesarse primero. Pero a los siete años, apenas cumplidos, ¿qué era el “uso de razón”? Una fórmula, una exigencia.  Por fuerza de familia uno ya tenía una idea aproximada del pecado.

Pecado era cualquier cosa. Una rabieta. Haberle contestado feo a la mamá. Alguna desobediencia. Sentir sin permiso.

No recuerdo bien el acto de la confesión primera; de las posteriores, pocas, poco. Tal vez porque no hubo culpa verdadera, sino el deseo de cumplir. Pero de la comunión primera sí. Se suponía el momento más feliz de la vida. Vestidos de blanco. Cinta en la manga. Cirio en la mano. Promesa de pureza. Y fiesta, regalos, celebración.

Pero en mi caso, no. Coincidió con un hecho más trascendente: un primo de mi madre se ordenaba sacerdote. Y eso opacó cualquier otro gesto. La comunión quedó en segundo plano. El niño vestido de blanco, desplazado por el rito del mayor vestido de negro, es decir con su sotana. Entonces el hábito si hacia al monje.

Fuimos, mi padre nos llevó, solo él que yo recuerde,  con mi hermano pues teníamos algún privilegio, al comulgatorio dispuesto para los dos en privado. El cura cumplió rápido y quedamos libres. El comulgatorio era una barra frente al altar a todo lo ancho del presbiterio. El cura se paseaba, poniendo la hostia en la boca de quienes se arrodillaban allí. El monaguillo ponía una patena dorada bajo la barbilla para evitar que cayera al suelo el cuerpo de Cristo. No era fila. Esto vino después del concilio. Entonces se creía que el misterio debía ser administrado con solemnidad.

Así que la primera comunión fue también la primera frustración. El primer golpe de realidad. De dos que marcaron la existencia. El descubrimiento de que incluso en lo sagrado, hay jerarquías. Que incluso en la pureza, hay olvido.

La ordenación era otro sacramento, pero para especialistas.

Y sin embargo…

Aún recuerdo el sabor de la hostia. No por lo que era, sino por lo que prometía. Guardo la imagen de ese día con una alegría extraña, medianamente amarga.


III: La confesión

El rito de la confesión también cambió con el concilio. Antes, existían unos cubículos en las iglesias llamados propiamente confesionarios. El cura se encerraba. Mujeres a un lado, hombres al otro. Por una ventanilla, escuchaba confesiones y chismes. Y luego, como quien fulmina, decía: “Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén". Una penitencia de padre nuestros y avemarías que uno comparaba con los amigos. El alma quedaba limpia.

La confesión tenía sus condiciones. En casa las sembraban como dogma: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda. Contrición de corazón, se decía  poéticamente.

Y sin embargo…

Eso no era el punto. A veces se llegaba al confesionario después de un sermón que hacía arder el alma. No había video. Solo palabra. Pero bastaba. El predicador, sobre todo en los ejercicios espirituales previos a Semana Santa, tenía el deber de hacernos sentir culpables. Vociferaba terrores desde el púlpito. No solo asustaba con el pecado original, sino con todas las atrocidades bíblicas y las atribuidas a los romanos. Narraba los martirios. Mencionaba las hogueras medievales que se disculpaban como necesarias para la salvación.

Los cuentos eran precisos. Almas en pena que se aparecían en las noches. Hijos tragados por la tierra por faltar a sus padres. Por haber cometido algún sacrilegio que ni siquiera se decía.

El infierno no era metáfora: era lugar físico. Demonios, llamas, tormentos.

El cielo, en todo caso, no era gratis: primero había una zona de calentamiento:  El Purgatorio.

Acercarse al confesionario era un acto de valor. Por fuerza se salía purificado. Con la firme intención de no recaer. No por virtud, sino por miedo a tener que repetir el trance.

Hoy no hay confesionarios. Hay psiquiatras. Y no lo resuelven mejor.

Aún me cuesta entender la noción del pecado.  Humanos somos, demasiado humanos.


IV: La extremaunción

Cuando decían “le aplicaron la extremaunción”, era el final. No había más que esperar. El rito no era consuelo. La muerte tenía causa:  se moría de repente, patatús, cólico miserere, tisis —enfermedades que apenas si podían decirse.

La escena, casi siempre, ocurría en una tarde con agua y viento. El cura, con su negra capa pluvial, pasaba presuroso por el andén. Lo precedía un acólito con campanilla y otro con calderilla e hisopo, si el candidato a muerto lo ameritaba. No era procesión: era anuncio. Se deslizaba fantasmagórico por el portón de la casa del moribundo. De la casa, porque la gente moría en casa. Solo por una circunstancia muy desafortunada lo hacía en el hospital. Y si estaba allí, se lo traía a casa, para que aquí le pusieran el aceite del adiós.

Los niños imaginábamos escenas a partir de lo que alguno vio por una rendija. La muerte miraba desde el rincón,  me dijo Felipe que era el más travieso. El cura destapaba los pies blancos del enfermo. Los untaba con un aceite que había llevado bien protegido en el interior de su capa. Y salía presuroso. Él había estudiado y sabia de la peste, mejor no contagiarse. Entonces se avisaba al sacristán para que estuviera listo al toque de la campana.

Por excepción, el enfermo se enteraba. Y decidía no morirse. A los pocos días caminaba por la calle real, como prueba fehaciente del poder divino: “A ese el cura le puso la extremaunción, lo curó y véalo por ahí tranquilo”, decían las viejas. Mientras, los herederos  lamentaban el aplazamiento.

La extremaunción no era solo un sacramento. Era un teatro del misterio. La escena que marcaba el tránsito. Una forma de decir: ya no hay más que hacer. Solo esperar. Solo rezar. Solo recordar.

Y sin embargo…

A veces, el aceite no era despedida. Era regreso. El cuerpo, que ya no debía moverse, se levantaba. Entonces el rito se convertía en milagro. O en error. 


V: El matrimonio

El matrimonio es el último sacramento en la lista conforme la memorizamos. Viene después de la extremaunción, se puede suponer por qué. Como si dijera: primero se muere, luego se casa. O al revés, según la experiencia.

No era un gesto vacío. No era solo un “sí” frente al altar. Era una ceremonia de alianza. Los príncipes y reyes se casaban para unir reinos. La gente común, para santificar la relación e iniciar la procreación. El matrimonio era pacto, era comunidad, era prueba.

El rito estaba rodeado de actos previos: noviazgo puro y santo, aceptación de las familias, planeación, fiesta. La luna de miel, era después, no como ahora que es el antes. Todo tenía sentido. Todo era parte del misterio. El altar no era escenario: era umbral.

La iglesia se llenaba. Las flores, los cantos, los vestidos. El cura bendecía. Uno afirmaba y creía. No en él, quizás, pero en el gesto. En la posibilidad de lo sagrado. En el mundo compartido.

Hoy, el rito se soslaya. Se celebra, si acaso, en jardines, en salones, en playas. El altar es un arco. Sin oficiante, el “sí” se dice igual, pero el misterio se diluye.

Y en mi sentir, algo queda faltando.

Porque el matrimonio no era solo unión. Era certificación. Era fe en el futuro. Era alegría para la familia, para los amigos, para la comunidad, los curiosos, los habladores. Era decir: estamos aquí, y queremos estar. Con todos. Con Dios. Con el tiempo.

Y sin embargo…

Aún hay quienes se casan en iglesias. Aún hay quienes buscan el temblor del altar. Aún hay quienes creen que el gesto guarda algo sagrado.

Porque el matrimonio, más que contrato, es rito. Y el rito, cuando se honra, transforma.

 

Luis Fernando Gutiérrez Cardona