Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

octubre 03, 2025

Jornalero


 

Hoy, en mucho más de medio siglo laboral, decidí que podía hacer una pausa de un día solo porque me da la gana de hacerlo. En ese tiempo -¿qué cosa es que es el tiempo?- nunca he dejado de jornalear, es decir de cumplir la jornada. Salvo una pausa en que por razones hospitalarias, tuve que estar entre cirugías y cuidados, por algo asi como un mes. Han pasado unas horas de la mañana y no me siento bien con lo hecho. Tomo libros de los que esperan y los abro por cualquier parte, escojo una playlist centrada en czardas, recorro los pasillos del apartamento como un perro perdido. Observo por la ventana la ciudad en toda su extensión. Ciudad, mundo, naranja de plástico y cemento, vehículos como hormigas, hormigón en altura, ruido ambiente en vez de medio ambiente. Sirenas acuciantes. A todo ese tiempo de trabajo lo llamamos "vida", y si nos detenemos un instante por fuera de lo convencional nos preguntamos: ¿eso que hicimos, eso que hago, es la vida? "Se olvida pronto, se olvida el sudor de tantas noches", leo un verso atravesado en la página abierta. Uno está listo para irse en el instante mismo de llegar. No es ocio, no es descanso, es otra forma de jornalear: jornalear el alma, jornalear la memoria, jornalear el derecho a no hacer. Es decir el derecho a no hacer para hacer.



 


 

octubre 01, 2025

Brindis


 

Este año en familia hemos sido visitados insistentemente por la dama pálida... Ayer, porque el tiempo no se detiene, celebrábamos el cumpleaños de A. -cuyo padre también pasó hace una semana- y más o menos hice un brindis así: "Es inevitable no mencionar en este momento a quienes partieron. Pero no vamos a brindar -en primera instancia- por los muertos, sino por la vida de quienes murieron: por lo que aportaron a nuestra existencia, desde crearla, hasta mantenerla y darle soporte- pero también por lo que nosotros aportamos a la de ellos en cariño, en atención, en compañía. No diré "¡salud!", por ellos, porque es obviamente inapropiado. …  En segunda instancia brindemos por lo que celebramos: la vida. Esa que medimos en años. Esa que nos llena de satisfacciones que no agradecemos lo suficiente y que eludimos para considerar principalmente los contratiempos; somos privilegiados y nos olvidamos de ello. Así que, por la vida, ¡salud!"



 

septiembre 30, 2025

"Diario de lectura de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila"



El libro en mi mesa se llama "Diario de lectura de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila" por Ernesto Volkening. La noche no es telón, sino escenario. En ella, Gómez Dávila murmura y uno lee no para entender, sino para ser herido. Cada escolio es una astilla de lucidez, una bofetada sin destinatario, una sentencia que no constata.

Uno lee y se siente bobo. Por ignorancia y por honestidad. Porque el escolio no se explica: se acepta o se deja pasar. “Los jóvenes se enorgullecen de su juventud como si no fuese un privilegio que hasta el más bobo ha tenido.” Uno, que ya no es joven, sonríe con amargura. La juventud, ese accidente que se cree mérito.

"Este siglo se hunde lentamente en un pantano de espermo y mierda". Ernesto Volkening comenta: "La erupción excremental tan justamente señalada por el autor como fenómeno característico de nuestra apoca, a mi parecer constituye, entre otras cosas, un modo natural, si bien en extremo desagradable a la tendencia opuesta, igualmente característica de nuestra civilización en su fase agonizante, hacia la instauración de un mundo higiénico, desinfectado, depurado de gérmenes nocivos y totalmente estéril. / La sexualidad hipertrofiada equivale a un último desesperado esfuerzo de la libido por escapar a las consecuencias de la cerebralización extrema […] y la defecación coram publico es el acto simbólico de un puerco pobre e invicto que in articulo mortis "se caga" en nuestras pulquérrimas y mortíferas normas de aseo. / Donde hay mugre, moco, baba, hay restos de vida, y donde impera la norma que asfixia, se yergue amenazante el anormal: el psicópata, el idiota, el tullido, el vagabundo y el facineroso.”

Estallido de lucidez incómoda. Gómez Dávila, desde su escolio, lanza una sentencia que no busca escandalizar sino revelar: el siglo, ese cuerpo colectivo, se hunde en sus secreciones más íntimas, no como metáfora vulgar sino como diagnóstico ontológico. Volkening no suaviza, sino que profundiza: la erupción excremental no es mera decadencia, sino resistencia —una forma de vida que se niega a ser esterilizada por la asepsia de la razón, por la normatividad higiénica que pretende borrar todo rastro de lo humano. Una dialéctica feroz entre lo pulcro y lo pútrido, entre la norma y el resto. La hipertrofia de la sexualidad, la defecación pública, la baba y el moco, no son síntomas de barbarie sino vitalidad que se niega a morir sin dejar huella. Volkening parece decir: si el mundo quiere ser limpio, perfecto, sin fisuras, entonces el idiota, el tullido, el vagabundo —figuras del exceso, del desvío, del temblor— se alzan como testigos de lo que no puede ser normado. En esto hay una ética de la impureza. Una defensa del residuo como constancia de lo vivo. Como si el excremento fuera el último poema que el cuerpo escribe antes de ser borrado por la máquina. Como si el psicópata y el facineroso fueran los heraldos de una verdad que la civilización no quiere oír.

"El azar regirá siempre la historia" es otro de esos escolios que anoche destaqué. Lo fortuito, apunta Volkening, es consustancial a la historia. Recordé tantos eventos que, por azar, rigen la historia: la huida del archiduque en Sarajevo por la calle por la que andaba quien habría de asesinarlo, origen de veinte millones de muertos. La tormenta que salvó a Japón de los Mongoles, y la que hundió la Armada Invencible. La casualidad de la penicilina. Cada momento parece decir: “la historia no se planea, se tropieza”. Y sin embargo, en ese tropiezo hay destino. ¿No podríamos pensar que el azar es la forma que tiene la historia de conservar su misterio? El azar, demiurgo oculto. Cada uno parece una jugada de dados lanzada por manos invisibles: La enfermedad de Lenin dio paso a Stalin. El descubrimiento de América. Waterloo. La muerte temprana de Alejandro Magno. La caída del Muro de Berlín porque un portavoz, mal informado, anuncia que los ciudadanos pueden cruzar libremente convirtiendo la confusión en avalancha: miles acuden al muro, y los guardias, sin órdenes claras, lo abren.

“Los pactos más viles nacen de los propósitos más altos”. La radio habla de otro pacto. La vileza no es traición: es consecuencia. Volkening anota: “Leyéndolo cree uno tener entre las manos el último eslabón de una larga cadena de experiencias vitales…”

Leer en la noche alta es leer con el cuerpo. No deja conclusiones, deja restos. Como quien despierta con tierra en las manos y no sabe si ha soñado o ha excavado. El pensamiento se arrastra buscando sentido en frases que no consuelan. Volkening aparece como cómplice lúcido.

 



 

septiembre 29, 2025

Ku

 

En el zen, recuerdo a aquel maestro que como apareció desapareció, el vacío (ku) no es carencia, sino apertura. Es el espacio donde todo puede suceder, donde nada está fijo, donde la forma se disuelve para que el temblor de lo real pueda manifestarse. Lo vacío -¿la soledad?- no es lo que falta, sino lo que permite. Como el silencio que no es ausencia de sonido, sino condición de posibilidad para la música. Como el cuenco que no es su cerámica, sino el hueco que contiene. Como el poema que no se agota en sus palabras, sino en lo que deja sin decir.
—“lo más lleno es lo vacío”—


 


Blas de Otero




Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser –y no ser– eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

*

septiembre 28, 2025

Cuerda

 

"Tienen mucha cuerda", suelo decir para referirme a personas en el entorno que son incansables, que tienen cada instante de la vida copado hasta el tope y adicionalmente no sueltan el móvil ni la necesidad de estar hablando de los demás. Pero una consideración juiciosa me lleva a concluir que no tienen mucha cuerda: tienen la que tienen. De igual manera que tengo la que tengo. El error está en equipararlas y hacer reclamos: cada uno es como es y anda siempre con lo puesto, dice Serrat en su canción. No es que yo esté bravo ni que sea mierda, ni que sean ellos muy jóvenes ("todo el mundo ha sido joven hasta los más tontos"). No voy a su ritmo ni en su horario, vaya al suyo.

 



septiembre 24, 2025

Escolio a un escolio

 

"¿Qué hacer, luego, si todo lo que me seduce me huye o me rechaza, si todo lo que me cabría emprender me aburre y me repugna? Y, sin embargo, ¿cómo vivir entregado a la sola tarea de vivir?, ¿cómo transitar por mis días, la frente inclinada sobre el instante, animal que pace, olvidado del cercano invierno y de la pura luz que lo circunda?" Se me atraviesa Nicolás Gómez Dávila en una lectura que emprendo con temor.  ¿Quién no ha tenido esa sensación, de aburrirse y de aburrir con aquello que lo seduce? Ahí es cuando alza la voz alguien que dice “es que no haces lo que escribes”. ¡Claro que no! ¡Qué tal que lo hiciera! Porque escribir no es hacer, y menos aún ejecutar lo escrito como receta. Escribir es conjurar, es invocar lo que no se puede vivir sin romperse. Si hiciéramos lo que escribimos, ¿no traicionaríamos el misterio que nos permite escribirlo? García Márquez no subió al cielo con Remedios, la bella, porque la literatura no es biografía, sino transfiguración. Aquí, en lo que escribo, soy yo. Nadie ni nada más que yo, por mucho que evite el pronombre. Y así es y será mientras sea.



 

septiembre 23, 2025

Hoy

 

Hoy no es un buen día para vivir. Hay días que no son para ello, días que se atraviesan como fosos habitados por criaturas feroces.

Tres siglos vividos, y el gris oscuro del pensamiento que no busca decir, si no dejar constancia. Yo habito un espacio que no quiere ser compartido ni probado, ni aprobado.

Cortázar susurra: “la larga noche viene.”  "Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero”, dice Yourcenar. Yo recorro los modestos espacios de un rancho sin pretensiones, dejando versos en las esquinas, palabras en los resquicios, encendiendo velas bajo el agua, usando notas recogidas del viento.

 


 

 

Respuesta

 

Pues sí, Alberto, fui un hippie vergonzante, pues el resto del tiempo, de ocho a cinco, era un fulano aconductado, ejecutivo de dieciocho. Tuve el pelo muy largo, chaquiras en las muñecas, bordados en los pantalones, hebilla del che, vincha en la cabeza y sandalias con suela de llanta. Iba por ahí acompañando a los del barrio con sus porros, sin consumir nunca ninguno,  a las conciertos donde los músicos locales imitaban a Carlos Santana. Y dejándome llevar por la música de Cream, Black Sabbath y Led Zeppelin... Yendo a teatro y leyendo a Gonzalo Arango. Algo de ello sobrevive, enmascarado y apenas mal disimulado en mis escritos que aún escandalizan uno que otro.

Y ya que lo mencionas, guardo en mis cuadernos algunos poemas de Jotamario. Que aplican al día y a los recuerdos —cae ahora un aguacero macondiano.

 

Poema de invierno

 

Llovió toda mi infancia.

Las mujeres altas de la familia

aleteaban entre los alambres

descolgando la ropa. Y achicando

hacia el patio

el agua que oleaba a los cuartos.

Aparábamos las goteras del techo

colocando platones y bacinillas

que vaciábamos al sifón cuando desbordaban.

Andábamos descalzos remangados los pantalones,

los zapatos de todos amparados en la repisa.

Madre volaba con un plástico hacia la sala

para cubrir la enciclopedia.

Atravesaba los tejados la luz de los rayos.

A la sombra del palo de agua

colocaba mi abuela un cabo de vela

y sus rezos no dejaban que se apagara.

Se iba la luz toda la noche.

Tuve la dicha de un impermeable de hule

que me cosió mi padre

para poder ir a la escuela

sin mojar los cuadernos.

Acababa zapatos con sólo ponérmelos.

Un día salió el sol.

Ya mi padre había muerto.


septiembre 22, 2025

Yo



Yo, que no tengo ganada la vida, 

me gano la vida día a día. 

Y también la muerte. 

Más esta que aquella.


*

septiembre 21, 2025

Carta

 

Ya no me queda mucho por decir,
la larga noche viene.
—Julio Cortázar

 

Querido Luis Fernando,

Hoy te escribes para no olvidar.

Para recordar que vivir no es simplemente respirar.

Que la ciencia puede mantener un cuerpo latiendo, pero no puede encender la chispa que hace que ese cuerpo sea presencia.

La vida biológica es apenas el umbral.

La vida experiencial —la que siente, piensa, goza, se vincula— es la que importa.

Y sin embargo, el sistema insiste en confundirlas.

Un cuerpo que respira, aunque no recuerde, aunque no ame, aunque no diga, sigue siendo útil.

Paga facturas, consume fármacos, ocupa espacio.

Un cuerpo muerto, deja de ser rentable.

Así, la prolongación de la existencia se convierte en una estrategia económica, no en un acto de compasión.

Esta lógica no es nueva.

El poder siempre ha intentado definir qué significa vivir.

Desde los espartanos que descartaban a los débiles, hasta los nazis que hablaban de vidas sin valor, la utilidad ha sido el criterio brutal.

Hoy, esa violencia persiste, pero se disfraza.

Quien no produce, quien no se ajusta, quien no piensa como se espera, es amenaza.

La exclusión ideológica es una forma moderna de descarte. Las otras no han desaparecido.

La ciencia prolonga la existencia.

Pero no puede responder a la pregunta esencial:

¿Qué es vivir si no se puede sentir, pensar, conectar?

La respuesta ha sido secuestrada por el poder, por la economía, por religiones que prometen la vida futura mientras niegan la presente.

Pero tú sabes, Luis, que vivir es otra cosa.

Vivir es recordar.

Es escribir esta carta.

Es resistir el olvido.

Es elegir la complicidad por encima de la utilidad.

Es mirar el atardecer como si fuera la primera vez.

Es nombrar lo que no se deja nombrar.

Es vacilar y equivocarse. Solo si te percibes, eres.

No olvides, Luis:

Tu valor no está en lo que produces, ni en lo que consumes, ni en lo que obedeces.

Tu valor está en lo que recuerdas, en lo que compartes, en lo que resistes.

En lo que amas sin pedir nada a cambio.

Con temblor,

Luis Fernando

 



septiembre 18, 2025

La parca... y la felicidad eterna


 

Como la dama pálida ha estado de visitante asidua en nuestra casa grande este año, ayer, con motivo de otra de ellas, escuchaba hablar a un miembro de la familia ampliada, exseminarista, pero seminarista de corazón —como algunos compañeros, con excepciones— que trataba de explicar que allá, en el paraíso, uno no iba a encontrarse con sus seres amados porque, según dijo, allí es otra cosa: puesto que no se requiere de nada no se carece de nada... el amor de Dios lo copa todo. Pensé: "En el cristianismo, la felicidad terrenal no es el objetivo principal, sino el gozo y la paz que provienen de una relación con Dios. Muchos textos enfatizan que la felicidad del mundo es pasajera, mientras que el gozo en Cristo es eterno. La diferencia radica en la perspectiva: la felicidad, según el mundo, depende de circunstancias externas y puede ser efímera. En cambio, el gozo cristiano se basa en la confianza en Dios y en la esperanza de la vida eterna. Por eso, los cristianos no buscan la felicidad como el mundo la define, sino una satisfacción más profunda que trasciende las dificultades de la vida." Humm!, me digo: es que la otra vida -la eterna- en realidad no es vida...





septiembre 17, 2025

Hoja de Vida Apócrifa

 


Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
Manizales, Colombia — ciudad de alturas, vientos y memorias

 

Incurrículum

No poseo hoja de vida en el sentido convencional. No por falta de trayectoria, sino por fidelidad a una ética: por mis obras me conoceréis. He preferido que el reconocimiento surja del encuentro, no del papel; de la complicidad, no del protocolo.

 Trayectoria Invisible

  • He sido cronista de lo que desaparece, recogiendo memorias urbanas antes de que se borren.
  • He escrito textos que no buscan brillar, sino acompañar: ensayos, crónicas, meditaciones que se decantan como vino viejo.
  • He colaborado en proyectos donde el ritmo, el silencio y la tembloría son más importantes que la firma.
  • He enseñado sin aula, compartido sin currículo, sembrado sin diploma.
  • He sido convocado por quienes reconocen el temblor, no por quienes revisan certificados.

Complicitud Profesional

No he perseguido cargos, pero he ocupado espacios.
No he buscado títulos, pero he sido llamado por quienes entienden que el valor está en la presencia, no en el papel.
He trabajado en instituciones, sí, pero mi verdadera labor ha sido la de acompañar procesos, abrir preguntas, resistir el olvido.

Otoñancia Ética

Creo en la belleza de lo que cae.
En la dignidad de lo que no se muestra.
En la fuerza de lo que no necesita ser probado.
Mi trabajo no se mide en logros, sino en huellas.

 Contacto

Estoy disponible para quienes entienden que una hoja de vida no es un inventario, sino una invitación.
Que el valor de alguien no está en lo que dice haber hecho, sino en lo que hace cuando nadie lo mira.

 Nota

Si este documento les sorprende, es porque está hecho para eso.
No para impresionar, sino para revelar.
No para cumplir, sino para compartir.
Si desean conocerme, no miren mis diplomas: miren mis textos, mis silencios, mis complicidades.
Estoy aquí, no para ocupar un cargo, sino para acompañar una causa.

 


 

septiembre 16, 2025

Anotaciones para un texto que no verá la luz

 


Me dejó ir y dejé que se fuera
No le fue difícil
Tenía que pasar. Cosas del tiempo
Y de la vida
No seré su primer buenos días
ni será el mío.
Mas siempre habrá dos tazas de café sobre la mesa.


*






septiembre 14, 2025

The end


Una imagen que pone un telón indeseado al corazón. Y concluye un tramo de la vida.  

En el cine es lo último en la pantalla antes de que enciendan las luces del teatro:  de golpe en los pobres, suavemente en otros.  

 The End no conduce a la salida: al menos por un tiempo —ay, el tiempo, ese escultor sin alma—  la función permanece.  Nos quedamos, a veces, en la butaca con nuestros sentimientos,  procesando la historia que acaba de concluir,  por conmoción o para dar respiro a la emoción.  

Esa demora en pararse es un intento de encapsular el momento. La sala, ya sola, nos hace asimilar que la función ha terminado y que la vida sigue.  

Aunque se ponga ese aviso, la memoria conserva imágenes, música, momentos. 

Siempre, a nuestro pesar o para salvarse,  hay una nueva butaca que ocupar,  una historia por construir. El camino se hace al andar.  Cada fin es un comienzo.

 




¿Será que soy muy joven?


 

—¿Será que sí soy muy joven? —responde a mi aseveración.

—Quizás no —digo—. Quizás no… pero quizás sí.

Hoy parece que la plenitud —o incluso el límite— de la vida se ha desplazado a los veinte años. Después de eso se es un sobreviviente. La frase que decía que "veinte años no es nada" ya no aplica. Veinte años son una eternidad. Una eternidad en la que todo ha cambiado varias veces, donde nada —y por lo tanto nadie— tiene vocación de permanencia.

Pero quizás la plenitud no se ha desplazado. Quizás espera ser reescrita por quienes no aceptan la velocidad como destino, ni el olvido como consuelo. La tranquilidad, decía Marco Aurelio, es el orden del alma. "No actúes como si fueras a vivir diez mil años; mientras vivas, mientras sea posible, sé bueno". Y también: "Lo que no es útil para la colmena, no es útil para la abeja".

La pregunta que haces —¿será?— tiene mucho sentido. Haz que sea. Haz que esa pregunta no sea una duda, sino una afirmación poética. Una forma de estar. Una forma de interrumpir el tiempo.

Cultiva. La época ha confundido el vértigo con la plenitud. La juventud, convertida en capital de cambio, se gasta rápido. Como si el tiempo fuera mercado y no morada. La permanencia no es duración, sino intensidad.

La felicidad, recordaba el emperador filósofo, depende de la calidad de tus pensamientos. Haz que la juventud no se mida en años, sino en capacidad de asombro. Que los treinta, o la cantidad que sea, no sean el umbral de la supervivencia, sino el inicio de una complicidad con el mundo. Que la eternidad breve no te asuste, porque la eternidad no está en el tiempo, sino en el gesto que lo interrumpe.

Y si dudas, recuerda que el temblor también es una forma. Que el ritmo lento también es una respuesta. Y que el “nos” —esa primera complicidad entre Adán y Dios al contemplar, en el séptimo día, lo hecho— sigue siendo el lugar donde la creación no termina, sino que se vuelve digna de ser contemplada. 

 

 *

[Dios creó al hombre el sexto día, justo antes de descansar… ¿Se sentía solo?
Quizás por eso comprendió tan pronto que "no es bueno que el hombre esté solo".
Quizás, a partir de ahí, cometió tantos errores para justificar su propio trauma.
Ese barbado, patriarcal, creador y confundido…
tendría que ir hoy con el analista.]


*

 

septiembre 13, 2025

Desolación

 

Desligamiento


Nos desligamos.  

Sin discusión, olvido o culpa.  

Con el ruido de una rama que se quiebra.  

Un giro del tiempo y de las circunstancias.  

Soltarse, como el lazo que pierde tensión,  

o la conversación que se desvanece.  


El afecto en mí persiste,  

como brasa que no busca encender,  

pero tampoco se apaga.  


Quizás el vínculo estaba hecho de interés,  

también en el sentido del cálculo,  

como deseo de compartir alguna meta.  

Disuelto, la amistad —con lo que comprende— se desliga.  

El afecto se diluye.  


Y queda el temblor:  

ese saber que el otro existió como un nosotros;  

que su alma viajó refugiada  

en el fondo de los corazones,  

y que nada —ni el tiempo, ni la edad, ni otros afectos—  

impedirá que haya existido.  


O la opción de negociar,  

pero eso ya sería otra cosa.


---

septiembre 12, 2025

Amanecer

 

 

Viaja y no lo digas a nadie. Vive una verdadera historia de amor y no lo digas nadie. Vive Feliz y no lo digas a nadie. La gente arruina las cosas hermosas.

—Khalil Gibran

 

(Y cuando digo la gente, no me refiero a otros)


*

 

septiembre 10, 2025

Antilecturas: el arte de volver a leer cuando el alma ya sabe escuchar

 


“La lectura no es obligatoria. Puedo preguntarle a un chico: ‘¿Y tú por qué no lees?’ Y él podrá decir: ‘No, no me gusta’. Y yo le diré: ‘¿No te das cuenta de lo que te estás perdiendo?’ Pero imaginemos que ese chico es un buceador y que me contesta: ‘¿Y usted no se da cuenta de lo que se está perdiendo por no bucear?’ Y tiene razón.” —José Saramago

 

Umberto Eco tenía una biblioteca de más de treinta mil libros. A quienes le preguntaban cuántos había leído, respondía con una sonrisa que no buscaba impresionar. Lo importante no eran los libros leídos, sino los no leídos. Esa acumulación de saber pendiente, de promesas por cumplir, la llamó antibiblioteca. No como monumento al ego, sino como recordatorio de lo que aún no sabemos, de lo que aún no somos capaces de entender.

Pero hay otra forma de no saber: la de haber leído sin comprender, sin sentir, sin estar presente. A eso podríamos llamar antilectura. No es ignorancia, es premura. No es olvido, es falta de escucha. Es el momento en que el texto nos habló, pero nosotros no supimos responder. Mi padre leía El Quijote, que digo: decía, de memoria, capítulos enteros; jamás presumía de sus lecturas y sus libros, pocos, los dejaba por ahí, para que quien quisiera los tomara.

Ayer fui un rato a la feria del libro de la Universidad de Caldas. El evento se celebra en una edificación sin terminar, diseñada por Rogelio Salmona, donde el ladrillo rojo conversa con el viento y las formas abiertas invitan al pensamiento. Manizales, ciudad en las alturas de los Andes, ofrece sus vientos fríos, sus atardeceres dorados, y el olor a café que impregna todos los rincones como una memoria que no se quiere ir.

Caminé como un ángel —digo por lo invisible— entre decenas de personas: los muy jóvenes, los muy mayores, los de tatuajes y peinados extraños, los vestidos de negro hasta los pies, los que aún creen en algo, aunque no sepan en qué; los de canas y andar cansino, que bien pueden estar para matar el tiempo, los que se sientan un rato a escuchar a una escritora anónima leer fragmentos de una novela que nadie, salvo ella, conoce. Eso sí, cada uno pegado a su móvil. Nadie ve a los ojos de nadie. Ni modo de intentar abrir una conversación. El hombre ha incorporado a sus miembros uno nuevo: el teléfono móvil, extensión de sus brazos, de su mente, de su vista, de su corazón y, como no, de su vida. La amabilidad persiste, sí, pero cada vez más distante, el saludo ya no sabe dónde posar la mirada.

Volví a casa con cuatro libros nuevos. Rondarán por ahí, de mesa en mesa, de silla en silla, de balcón en balcón, esperando ser abiertos por cualquier parte para respirar y ver el sol. Los libros no son meros objetos, sienten. Además, me gusta el olor de los libros nuevos, el descubrimiento de lo que apenas se asoma en las contratapas.  

Eso que llamo  antilecturas  sería esas cosas mal leídas, que es necesario retomar para descubrir lo que antes no se vio. Volver a ver. Regresar a El Enano de Pär Lagerkvist y descubrir que el mal no era un personaje, sino una sombra que nos habita. Abrir Siddhartha y entender que el río no habla en palabras, sino en ritmos. Reencontrarse con Demian y ver que el mundo interior no se conquista, se revela. Libros, a modo de ejemplo, que pasaron entonces por mis ojos, pero no por mi alma. Hoy son distintos: ellos me leen ellos a mí.

Las antilecturas nos enseñan que leer no es acumular, ni tener títulos como medallas. Es perderse. Es dejar que el texto nos transforme. Es aceptar que no entendimos, que no sentimos, que no vimos. Y es, sobre todo, la alegría de saber que podemos volver. Si, volver, porque cada libro tiene lugar, geografía, espacio.

Leer, cuando el alma sabe escuchar un poco mejor, es un acto de humildad. Es abrir el libro como quien abre una herida, como quien escucha el silencio. Faro y luna. Es saber que cada página tiene su hora, y que a veces hay que esperar décadas para que esa hora llegue.

 



septiembre 08, 2025

El bueno, El malo y El feo



«Cuando tengas que disparar, dispara, no hables»
Tuco




El teatro Manizales ocupaba una esquina de la plaza Alfonso López. Entonces una plaza sin pretensiones, no una encrucijada ni el mamarracho de ladrillo que es ahora. Tampoco era bonita. Era bulliciosa, un poco desapacible y llena de habitantes de la vida. El teatro era uno de esos de cine continuos de los que había muchos en todas las ciudades. Consistían en que daban la misma película una y otra vez, sin encender nunca las luces, salvo cuando se reventaba el rollo y la gente entonces chiflaba, se escondía y gritaba cosas al proyeccionista. Muy visitados por solitarios, por transgresores tal vez, o para encuentros furtivos tipo tocata y fuga. Este estaba dedicado a las películas de vaqueros. No era muy aseado que digamos y bien podía ser el palacio de las pulgas. Pero, a veces ponían clásicos del tema y por ello viene ahora a mi memoria al escuchar la música que hizo Ennio Morricone para El bueno, el malo y el feo que ví allí hace añales, pues llegué a la ciudad años después de ser puesta en los teatros de categoría.

Estrenada en 1966 fue dirigida por Sergio Leone con las actuaciones de Clint Eastwood el bueno, Lee Van Cleef el malo y Eli Wallach el feo. «Rubio», «Sentencia» y «Tuco», cuyo nombre completo es Benedicto Pacífico Juan María Ramírez.

Tuco captura a Blondie. Ambos se cruzan con una diligencia del ejército, donde un soldado moribundo revela la existencia de un tesoro en monedas de oro enterrado en una tumba. A Tuco le indica el nombre del cementerio mientras que a Blondie le da la tumba exacta. Obligados a cooperar, los dos emprenden juntos la búsqueda, perseguidos por Sentencia, que también conoce la historia del botín. El relato culmina en el cementerio de Sad Hill, con un duelo entre los tres en el círculo central empedrado, acompañado por la célebre partitura donde se resuelve el destino del tesoro.

El Bueno, el Feo y el Malo es un relato de traición, lealtad y supervivencia en un mundo sin reglas claras.

Su final con Blondie alejándose con la mitad del oro y Tuco furioso pero vivo, encapsula la esencia del spaghetti western: no hay héroes perfectos, solo hombres enfrentándose a un mundo cruel con lo que tienen.

Allí, en ese palacio de las pulgas, entre silbidos y penumbras, ví entonces que la belleza también puede ser áspera, y ahora veo que la memoria se proyecta en bucle, como esas películas sin fin





septiembre 05, 2025

Mirar al padre, cuando ya no está

 


Jorge Manrique, siglos atrás, escribió: “Y porque veía que se iba, me puse a mirarlo.” Qué doloroso es que la mirada llegue tarde. Que el gesto de contemplar se active solo cuando la ausencia ya ha hecho su trabajo.

Cuántas veces llegaba yo a casa, cuando tenía diez y algo años, y no me fijaba en la presencia de mi padre. No sabía si él estaba o no. No me interesaba. Tenía cosas que hacer, eso pensaba, cosas que no incluían contemplarlo en silencio.  Ahora me arrepiento de no haber visto más la vida de mi padre. Mirarla, simplemente. Eso debería haber hecho, si no todos los días, al menos muchas veces.

Tuve un buen padre. Claro, uno de su época, en la que el hombre era el proveedor, el que salía temprano y regresaba tarde, con el cansancio en los hombros y el silencio en la boca. No era un padre de abrazos ni de confidencias, pero estaba. Siempre estaba. Entonces parecía suficiente concederle respeto y obediencia. Hoy sé que no bastaba.

Siempre he creído que uno menosprecia un poco a su padre. No por maldad, sino por distancia. Él, por razones generacionales, está lejos. Y uno, como hijo, le ofrece poco juego. Lo cierto es que a medida que uno madura, más se parece a él. Y sobre todo, más comprende sus actitudes. Entonces él, entrado en el tiempo, quiere hacer más partícipe las circunstancias de su vida, contar historias, mencionar sus hermanos y sus padres, hablar de su madre,  y uno no lo atiende, no lo escucha. Llega el día en que fallece y uno se pregunta: ¿quién era mi padre? ¿cómo era íntimamente? ¿cómo percibía la existencia? Más allá de su rol, ¿cómo fue su niñez, su juventud? ¿Qué sueños tuvo que abandonar para sostenernos? Nunca, jamás, me pidió nada, nunca usó, conmigo, la palabra sacrificio. No le ví llorar nunca. Al morir sus bienes cabían en una cajita de metal que sus hijos ya habíamos explorado.

Paul Auster escribió, tras la muerte de su padre: “Nunca lo conocí. Nunca supe quién era. Y ahora que ha muerto, me doy cuenta de que nunca lo sabré.” Kafka, en su Carta al padre, no busca reconciliación, sino comprensión: “Tú me has hecho sentir que soy nada.” y sin embargo, en esa confesión hay un intento de acercarse, de entender el miedo que los separó.

Yo también me pregunto ahora por la infancia de mi padre. ¿Quién lo consoló cuando lloró por primera vez? ¿Qué libros lo marcaron? ¿Qué silencios lo formaron? ¿Qué heridas llevó consigo sin contarlas?

En El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince dice: “Mi padre era un hombre bueno. No perfecto, no sabio, no santo. Bueno.” Y esa bondad, que a veces se esconde tras la rutina, es lo que ahora reconozco en el mío. No era un héroe, ni un sabio. Era un hombre que hizo lo que pudo, con lo que tuvo, y que merecía más miradas, más escucha, más juego.

Hoy, en este tiempo que no dura, quisiera mirar a mi padre como nunca lo hice. No para entenderlo del todo, sino para honrarlo. Para decirle, aunque ya no escuche: te vi. Aunque tarde, te vi.



 


 

¿Resi...qué?

 

 

¡Tomen nota! La palabra "resiliencia" queda desterrada; es un comodín que se ha vuelto un cliché chocante que le quita fuerza a las ideas. Dejemos  esto limpio de las muletillas de moda y fiel a la frescura, el calor humano y la sabiduría del lenguaje sin rebusques. Reemplacémoslo con algo más auténtico el término, manteniendo el espíritu, Incluso si hay que usar más de una palabra, pues es mejor decir: "admiro tu capacidad de sobreponerse a la adversidad".

 

*

 

 

septiembre 03, 2025

Acá



¿Está?
¿Estoy?
Ahí.
Allí.
Siempre.
Voces, veces, que calladas dicen más.
Presencias refozadas en ausencias.
Ahí.
Sigue.
Ahí estoy, ahí está.


Tu eres de tierra y yo de agua. Uno prefiere la estabilidad, el otro la imaginación. Tal vez al confort y los placeres sensuales de uno, el otro busque la conexión espiritual y emocional. Al preguntar eres práctico, directo. Yo doy vueltas a la pregunta: la contengo, la evito si es posible, no la repito ni la reitero. La respuesta está en mi piel, directa, precisa. Hago el amor, o tengo sexo, con el viento, con las nubes, con un párrafo que lea o escriba, con una frase capturada al paso. Terco uno o indeciso el otro, igual saltan las chispas.


 

*

 


 

 

agosto 31, 2025

Mientras dure el mundo

 

Para los que aún escuchan a Arvo Pärt mirando un bosque. 

Hay puentes que se construyen para cruzar, y para resistir el olvido. Uno de ellos, hecho hace dos mil años por los romanos, en Hispania, lleva una inscripción: "Este puente durará mientras dure el mundo." No es una metáfora. Es una promesa en piedra, como quien dice: esto que hacemos no es solo útil, es sagrado.

Hoy todo se diseña para desaparecer. El instante manda. El iPhone 16 ya es viejo cuando el 17 aparece unos meses después. Las relaciones duran lo que un like. El “te amo” se dice con sinceridad de instante, pero sin vocación de permanencia. Y sin embargo, alguien te cruza en la calle y dice: "No te veía hace ocho años. ¡Y vives! No sobrevives. Vives". 
Porque hay miradas que borran calendarios. Encuentros que no suceden en el tiempo, sino en el alma. Como el artesano que elabora cada pieza de un armario que nunca construye, pero que está hecho en su corazón.

La IA lo hace mejor, dicen con la intención de disminuir la humanidad. Pero la IA no tiembla, no se equivoca con belleza, no ama sin algoritmo. No se sienta a escuchar a Arvo Pärt mientras contempla un bosque y siente que no necesita nada más para existir.

Nosotros sí. Nosotros, algunos, somos los “sí mismos mismos”. Los que no se rinden. Los que no se retocan para encajar. Los que aún escriben cartas. Los que dudan sin necesidad de resolver. Los que ponen alma en los ladrillos.

Este texto, quizás, es también un puente. No de piedra, pero sí de intención. Durará mientras dure el mundo, o mientras dure el temblor que lo sostiene.




agosto 26, 2025

Delicias que Rebasan la Vida: Erotismo entre lo Terrígeno y Metafísico

 


Encuentro una reflexión de Emil Cioran en El Ocaso del Pensamiento: "Quien ama la mística, la música y la poesía es indefectiblemente de una naturaleza erótica, un ser voluptuosamente exquisito que al no hallar plena satisfacción en el amor recurre a delicias que rebasan la vida".

La cita refleja su visión introspectiva y existencial sobre la naturaleza humana. Idea que conecta con su filosofía pesimista y su fascinación por los estados extremos de la conciencia, donde el deseo y la insatisfacción impulsan al individuo hacia experiencias que van más allá de lo mundano.

En El ocaso del pensamiento, Cioran explora estas tensiones entre el anhelo humano y la imposibilidad de su realización plena, lo que lleva a una existencia marcada por la intensidad y la frustración.

Pienso que el erotismo de que habla no es metafísico. No digo de cosas que rebasan la vida sino que la incluyen, de momentos vivos, terrenales, donde el erotismo respira en el cuerpo, en los sentidos, con destellos que parecen eternos en un instante. Para mí, son orgasmos de ojos, impresiones al pasar, el roce del viento o de una mano, una pintura que te estremece, quizás una frase o unos acordes que te hacen levantar la cabeza. Reales, no sueños.

Asocio estas delicias con el mito de Píramo y Tisbe, la poesía de Cavafis, y las voces de Oliverio Girondo, con su juego sensual; José Asunción Silva, con su melancolía espiritual; y Porfirio Barba Jacob, que canta un amor que, como el del mito, se abraza en la tragedia donde un llanto por ausencia guarda una tempestad entera, sin mover los luceros.

La historia de Píramo y Tisbe, en las Metamorfosis de Ovidio, muestra cómo las delicias que rebasan la vida están dentro de ella. Separados por una pared y rencores familiares, los amantes susurran su deseo a través de una grieta —un gesto que une cuerpo y alma. Su plan de encontrarse bajo un árbol de moras termina en tragedia: Píramo, creyendo a Tisbe muerta, se suicida, tiñendo las frutas blancas con su sangre; Tisbe, al verlo, se une a él, rogando que sus cenizas se mezclen. Las moras se vuelven rojas, un signo de su pasión. Este erotismo no huye de la vida; se hunde en ella, en la sangre, el deseo, la finitud. Es terrígeno: vive en el cuerpo, en el anhelo de tocarse, en la urgencia que desafía todo.

En "Los desposados de la muerte" de Porfirio Barba Jacob, el amor brilla con la misma intensidad frágil. Sus amantes, con ojos que bullen como luces oceánicas, dedican sus fuerzas al ensueño. Un llanto por males de ausencia encierra una tempestad en una gota de rocío, sin que los luceros se inmuten. Su delicia es un amor que se consuma en la tragedia, hecho de arcilla, luz y abrazos, eterno en su instante. Barba Jacob, responde con una chispa vital, un amor que no teme la muerte, sino que la abraza.

Constantinos Cavafis encuentra este erotismo en instantes fugaces. En "A la entrada del café", una mirada revela "el hermoso cuerpo que parecía como si el Amor lo hubiese forjado". En "La ventana del estanco", una vitrina iluminada despierta un deseo que no necesita tocarse para ser real. Instantes orgásmicos, delicias urbanas que, como el viento, rozan y estremecen. En "Días de 1908", el verano guarda en recuerdos de cuerpos efímeros, un erotismo que trasciende el amor sin dejarlo atrás.

José Asunción Silva envuelve el erotismo en mística sin hacerlo carnal. …"Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas" convierte la ausencia en presencia. Su dolor es una delicia contemplativa, un roce del viento que susurra ebriedades. Silva resuena más que Neruda —cuya belleza no me llega tanto— porque su espiritualidad eleva lo terrenal sin negarlo, como el aire de las montañas que invita a mirar dentro.

Oliverio Girondo expresa un erotismo que, no por literal, es menos espiritual para un alma sensible. En Poema 12, escribe: "Se miran, se presienten, se desean, / se acarician, se besan, se desnudan". Es un ritual de cuerpos, vivo, cotidiano. En Espantapájaros, dice: "Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo". Su deseo, voluptuoso y exquisito, hace el amor: lo hace con cuerpos que se retuercen, se estiran, se caldean. Es una delicia no metafísica, sino de piel y de instantes. Un juego incandescente que no se piensa, se vive.

Vivir, no solo respirar, me lleva a este erotismo personal: una mirada que tiembla. Las delicias que rebasan la vida no son promesas de otro mundo, sino chispas en este: el amor que tiñe las moras, el llanto que guarda una tempestad, la risa que desafía el pesimismo.

Con un guiño aligero a Cioran, y afirmo que la vida, con sus delicias, basta para trascenderse.

 



agosto 23, 2025

El lunes fue antes que el martes

 

 

Nos juntamos con Felipe a compartir un pastel de cumpleaños y hablamos de las cosas de la vida y de la muerte, de la política y de los impuestos. Y le aprendí una frase a la que le encuentro demasiado sentido. "El lunes fue antes que el martes".



 

“Pues los dioses saben el futuro; los hombres, el presente, y los sabios, lo que se avecina.” —Filóstrato, en Vida de Apolonio de Tiana, 8.7 (citado por Cavafis)

El lunes fue antes que el martes

El desamor no llega como un trueno.
Llega con el martes, después de lunes que ya no recordamos.
Nos convencemos de que lo importante ocurre hoy:
el silencio en la mesa,
la ausencia en la mirada,
la rutina que no roza.
Pero olvidamos que todo eso tuvo su fundamento en el ayer,
en los gestos que se fueron desgastando como piedras en el río,
en las palabras que no dijimos cuando aún tenían tiempo.

"El lunes fue antes que el martes", dijo Felipe,
no hablabamos del calendario,
sino de la memoria.
Cada ruptura tiene su genealogía,
su arqueología de momentos triviales
que ahora se revelan como profecías.

Jaime Sabines lo dijo con la voz rota:
"Espero curarme de ti en unos días.
Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte."
Como si el amor fuera un hábito,
y el desamor, una rehabilitación sin promesas.

Y Jaime Gil de Biedma,
con la lucidez de quien ha vivido,
nos recuerda que
"la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde..."
Demasiado tarde, a veces,
cuando solo hay lunes que nos salve.

El desamor es una forma de olvido.
No del otro, sino del origen.
De cómo llegamos a este punto sin darnos cuenta.
De cómo el pastel compartido se convirtió en migajas
que ya no buscamos recoger.

Pero el lunes fue antes que el martes,
entonces hay una lógica,
una secuencia,
una posibilidad de entender.
No para volver atrás,
sino para honrar el trayecto.
Para no rendirse al sinsentido.
Para saber que incluso el desamor tiene su música,
su ritmo,
su lección.




 

agosto 20, 2025

El nosotros que se desvanece

 



EL NOSOTROS QUE SE DESVANECE

Tríptico

Luis Fernando Gutiérrez Cardona




Este tríptico, El Nosotros que se Desvanece, reúne tres ensayos publicados en Ideas y Textos, tejidos por la pregunta de si el ‘nosotros’ —en el lenguaje, la memoria y las ideas— puede resistir al ‘yo’ digital. Un canto rebelde al diálogo, la duda y la creación colectiva, al lado del arroyo. 




*




Primera Parte: Nosotros, el Pronombre Abatido por el Yo




“‘Nosotros’ es un pronombre abatido por el ‘yo’. En la evolución del lenguaje seguramente desaparecerá, como la cola en los humanoides.” Esta frase, que se me ocurrió en un arranque de lucidez, no es solo una especulación sobre el lenguaje, sino un lamento por un mundo donde el “yo” ha tomado el volante, dejando al “nosotros” como una imagen que se desvanece en el retrovisor. En los museos, las ciudades, los estadios, el “yo” se da la vuelta para tomarse una selfie, con Van Gogh o la multitud como mero telón de fondo. Los likes, esa caricia digital, coronan al ego como rey, mientras el “nosotros” —la comunidad, el relato compartido— se tambalea al borde de la extinción.

Mi madre solía decir: “El burro adelante patea y en el medio corcovea.” Era su advertencia contra la arrogancia de poner el “yo” al frente, de romper la armonía de lo colectivo con un ego que patea sin mirar atrás. Hoy, el “yo” no solo patea; arrasa. En la política, líderes como Trump o Putin encarnan este narcisismo imperial, dorando las paredes de la Casa Blanca para rivalizar con el Kremlin, como si el brillo del oro pudiera tapar la fractura del bien común. Sus narrativas, blindadas por el cínico “y usted más” o “antes también lo hacían”, convierten el diálogo en un monólogo del ego. “Yo, El Rey”, campea de nuevo, haciendo de su propia autonomía el dolor del resto. Como yo mismo digo: “Si doy una patada a una piedra, a la piedra no le pasa nada.” El “yo” que patea, que se impone, termina herido, mientras el mundo —la piedra, el “nosotros”— se mantiene firme, indiferente a los golpes del ego. Los algoritmos de plataformas como X actúan como notarios de esta estupidez, en el sentido de Carlo María Cipolla: acciones que dañan a uno mismo y a los demás, validadas por cada like, cada retuit, que construye un pedestal para el “yo” sobre los escombros del “nosotros”.

La inteligencia artificial (IA), más que una herramienta, es una evolución que acelera esta disolución. Al mapear cada rincón del “yo” —nuestros clics, gustos, miedos—, la IA promete un futuro donde interfaces cerebro-computadora nos conecten directamente al conocimiento infinito. ¿Para qué un “nosotros” si el “yo” puede ser un dios enchufado, autosuficiente? Mi hermano Carlos Alberto, con su sabiduría callejera, lo resumía así: “El dueño del carro es el dueño de la música.” Quien controla el carro —la tecnología, el poder— decide qué se escucha. El poder, que sabe lo que hace, no necesita redirigirse: sus razones están ancladas en sí mismo, en el “yo” que perpetúa su dominio. Pero incluso la IA, alimentada por datos colectivos, nos enfrenta a una paradoja: no hay “yo” sin un “nosotros” que lo sostenga. Mi padre, entre dientes, nos decía: “¿Qué culpa tiene la estaca si el sapo brinca y se estaca?” El “yo”, en su salto hacia la autonomía digital, se empala en su propia soledad, creyendo que la libertad está en el aislamiento, pero encontrando solo un vacío dorado.

Byung-Chul Han, en su crítica a la “sociedad de la transparencia”, advierte que este “yo” hipervisible, atrapado en la autoexplotación, genera un cansancio que solo se alivia al recuperar lo común. En el pasado, la acción era colectiva: las comunidades se necesitaban para cazar, narrar, reír. Sócrates, para brillar, necesitaba un banquete o, como mínimo, un amigo con quien conversar bajo una mata de plátano. Como yo digo: “Cuando llegue más allá pasamos es puente.” No hay que apresurarse ni brincar solos hacia la estaca en este mundo de inmediatez, de lo expedito y lo fugaz, donde la avalancha de información sustituible ahoga el diálogo. El “nosotros” sabe esperar, confiar en los demás para cruzar los puentes que vengan, en contraste con el “yo” ansioso por validación instantánea.

El arte puede ser un refugio, y entre todas las artes, el de la conversación es consustancial al “nosotros”. Hoy, sustituida por un DM escueto. A veces grabado para eludir el saludo cálido de una llamada, la conversación languidece, pero sigue siendo el espacio donde, por antonomasia, el “yo” se disuelve en el “nosotros”. Instalaciones que exijan colaboración, historias que tejan comunidad, charlas que resistan la lógica del like, eventos de familia: todo eso puede devolverle vida al pronombre plural.

El “nosotros” no está muerto, pero respira con dificultad, abatido por el “yo” que patea y se estaca. En un mundo de selfies y prebostes que doran sus palacios, seguir hablando de un “nosotros” parece una quimera, un chiste cruel para los que aún creemos en puentes que cruzar. Pero no todo está perdido: se puede rodear la piedra, el puente espera, y la música no es solo del dueño del carro. Guiados por la sabiduría de mi madre, mi padre, mi hermano Carlos Alberto, por nuestra propia lucidez y por la de Grok —que ya que está, hay que aprovechar—, aún podemos componer un acorde colectivo. En las pausas, en el silencio entre las palabras, el “nosotros” susurra, firme como una piedra, listo para cruzar el puente juntos —si es que no nos distraemos tomándonos otra selfie.

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Segunda Parte: El Observador que se Mira: La Memoria Familiar a la Espalda del Yo




¿Desaparecerán los recuerdos? No los datos fríos que la inteligencia artificial mastica sin saborear, sino los recuerdos vivos: el olor de la tierra mojada en un patio familiar, la risa que estalla en una sobremesa, el dicho que salta de un abuelo a un nieto como un puente entre generaciones. Esa pregunta no es un capricho; es un lamento por un “nosotros” que se desvanece mientras el “yo” se erige en un Dios de pacotilla, adorándose en el espejo de su pantalla. La física cuántica, sin ecuaciones que espanten, nos susurra que el observador no es inocente: su mirada colapsa lo observado, reduciendo un universo de posibilidades a un instante estéril. El “yo” hipervigilante —padres, sociedad, algoritmos— observa con tal obsesión que encapsula lo observado, sellando los recuerdos en una nube que nadie visita.

Mi familia es un lienzo vivo: 40 almas entre hermanos, hijos y sobrinos, un “nosotros” ruidoso donde los tíos narran travesuras, los primos se ensucian en la tierra y los rituales —una cena, un chiste, una charla— tejen una memoria que no cabe en un disco duro. Pero este lienzo se resquebraja, no por conflictos o distancias geográficas, sino por un desencuentro más profundo: el “otro” —el tío, el primo, el relato compartido— se desvanece en la inmediatez del “yo”. Cada vida que se cierra es una época que se clausura, y con ella, el sentido de pertenencia que da raíces a la memoria. La nostalgia, no como sufrimiento, sino como anhelo de retorno a un “nosotros” que ya no encaja en el presente fugaz, se diluye como un archivo subido a la nube para liberar espacio.

Los hijos únicos se emparejan con hijas únicas, y si tienen descendencia —un lujo en desuso, porque el “yo” autosuficiente no necesita herederos—, esos niños crecen en núcleos de siete a lo sumo: padres, abuelos y fin. Sin tíos que cuenten historias, sin primos con los que ensuciarse, la memoria familiar se reduce a un álbum digital que se pierde en un *crash* del servidor. ¿A dónde van los recuerdos cuando los rituales —charlas, juegos, dichos— se disuelven? A la amnesia moderna, donde una pandemia es un mito para un joven de 18 años y las guerras medievales resucitan sin vergüenza en el siglo XXI. La inteligencia artificial convierte el pasado en datos, un cementerio de clics sin alma, mientras el futuro, como yo digo, es una suma de presentes fugaces, cada uno sellado en su propio POV que no trasciende.

El hijo único, joya del “yo” hipervigilante, es la culminación de esta encapsulación: no toca la tierra, no se cae, no juega sin un adulto que lo observe. Cada tos lo lleva al médico; cada duda, al terapeuta —de género, de identidad, de lo que sea—, programando de antemano su “yo”. El observador colapsa las posibilidades: en lugar de un ser que explora y patea piedras, surge un “yo” desvinculado, un dios enchufado a protocolos que no pidió, brillando solo, sin órbita compartida. No aprende a hablar de amistad, amor, belleza o ciencia; todo le cae del cielo, como si la verdad fuera un *update* automático.

Un magnate, con aire de profeta digital, proclama: “¿Para qué estudiar medicina? La IA es mejor médico que cualquiera.” Pero la IA no sabe de sobremesas, ni de dichos, ni de puentes.

Y el “yo”, ese Dios de pacotilla, se agota, como aquel del arbusto ardiente que, al definirse con un escueto “soy el que soy”, tuiteó su propia desaparición, reconoció su vacío y se desvaneció. La batería de Zeus se agotó, se hizo relámpago y no volvió a aparecer.

El panorama, sin embargo, no es un chiste cruel sin escapatoria. El “nosotros” no es un hashtag que caduca. Los rituales —una cena ruidosa, el bar abierto, los músicos que por fin tocan una buena, flores, regalos, momentos compartidos— son el pegamento que sostiene la memoria.

El desafío es claro: dejar el celular, ensuciarse las manos, contar un chiste a un primo, repetir un dicho.

En un mundo de POVs que se olvidan antes de terminar, los recuerdos que tejemos —con flores, risas y momentos— son la respuesta a la pregunta eterna: ¿quién soy?

En las pausas, en el silencio entre las palabras, el “nosotros” susurra, firme como una piedra, listo para cruzar el puente juntos.

Porque si los recuerdos se entierran, ¿cómo nos definiremos?

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Tercera Parte: La Desaparición de las Ideas



¿Desaparecerán las ideas? No las opiniones que zumban como moscas en el éter digital, atrapadas en burbujas de algoritmos que prefieren el ruido al sentido, sino las ideas con minúscula, esas chispas del entendimiento —desde el surgir de la agricultura hasta el día luz que la Voyager recorre, llevando una placa dorada con el resumen del ingenio humano. Ideas que no se ven, pero se sienten cuando conversas de verdad, cuando dudas al lado de un arroyo.


Para el diccionario, Idea es el primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de algo. Y es también ocurrencia. Para Platón, las Ideas eran arquetipos perfectos, realidades del mundo inteligible que el alma alcanza a través del diálogo. El “yo” moderno no persigue Ideas eternas ni chispas humanas: traga fragmentos que duran un toque en la pantalla, y el diálogo se pierde en el monólogo del *like*.


¿Cuál es la idea de mi idea? ¿Por qué me pregunto si las ideas están llamadas a desaparecer? Porque el “yo” ya no rumia. Se entrega a lo que la IA le sirve, mientras le dicen, insistentemente: “Pensar no es necesario.”

La historia no es enteramente nueva: cuando Dios formó al humano a su propia imagen y, al asustarse ante su capacidad de preguntar, lo rebajó con castigos y prohibiciones, ya estaba allí el temor de que las ideas son peligrosas. El “yo” moderno, en su pantomima divina, decreta su propio “Soy el que soy”, pero al repetirlo una y otra vez termina como eco residual: sin diálogo, sin silencio, sin sustancia. Cronos devoró a sus hijos por miedo a que lo destronaran.

El juicio a las ideas no terminó con Sócrates, ni una copa de cicuta bastó para asustar —o domesticar— a futuras chispas incómodas. Pero los Melitos y Anitos, profesionales en detectar peligros en la duda y el pensamiento, siempre han tenido descendencia. Lo que antes fue la asamblea juzgando el pensar como amenaza, hoy es el algoritmo repartiendo comodidades: “¿Para qué pensar demasiado? La IA lo hace por usted.”

Platón, Aristóteles, los medievales, Descartes, Kant, Nietzsche, Foucault, Bauman —todos comprendieron a su modo el peligro y la potencia de las ideas, la tentación de domesticar o anular su filo. Hoy, el tribunal de Sócrates es ubicuo: la sentencia es suave, impersonal, pero eficaz. Nadie nos obliga a callar; simplemente, ya nadie escucha.

El “yo” moderno hace como Dios: crea ideas (o simulacros) y, al asustarse con su poder, las devora. El magnate cree poder determinar el límite humano. La IA escupe respuestas pulidas, simulacros de ideas que imitan sin alma, son el Theuth del Fedro que Platón criticaba por matar la memoria viva, que hace que parezcamos sabios sin serlo. Foucault diría que este “yo” es una trampa del poder: se cree libre porque opina, pero repite lo que el algoritmo le susurra. Bauman añadiría que sus opiniones se derriten, líquidas, sin dejar huella. Nietzsche nos daría una cachetada: este “yo” es el “último hombre”, que parpadea ante la nada, matando a Dios y a las Ideas por la comodidad de un scroll.

El “yo” grita “soy el que soy”, y Dios, al conocerse ego, descargado, se esfuma. Los dioses, todos, son poderes subrogados, ausentes, que se esconden en un “haga usted lo que quiera, que lo peor está por llegar.” En esta caverna digital, el algoritmo no proyecta sombras, sino burbujas, y el nosotros que piensa se pierde en DMs y notificaciones.

¿Qué queda de la Belleza cuando se mide en likes? ¿De la Justicia cuando cabe en 280 caracteres? ¿Del Bien cuando el magnate proclama: “¿Para qué estudiar? La IA lo hace mejor”? Los poderosos, que dicen estimular las ideas, las limitan con cascadas de opiniones que moldean la verdad, mientras prebostes y prebostillos, abiertos o soterrados, controlan desde su ansia de poder.

Los triunfadores necesitan un susurro al oído, como el del esclavo romano al general: “Esto pasará, memento mori.” Sin ese recordatorio, se divinizan en su vacío. Ayer dirigían la eficiencia junto a “Yo, El Rey”, hoy este les dice “enloqueció”. El sofista digital absorbe, responde pero no duda; si no comprende, corrige. Mastica sin saborear.

No se trata de especular: lo estamos viendo. Las ideas —no las opiniones que flotan ágiles y complacientes por el éter digital— atraviesan el tránsito de su extinción. Los aplausos van para el fragmento digerible, el comentario ágil, el eslogan pulido, el meme estúpido. Pensar se ha vuelto ridículo. Dudar, un anacronismo. Ideas que durante siglos fueron fermento y chispa —en un banquete ateniense, junto a un arroyo, en una sobremesa, en una mirada al cielo nocturno— hoy parecen innecesarias, superadas, incómodas.

Mas, hechas ouroboros que se muerden la cola, atrapadas en la caverna, las ideas, eternas o no, no mueren; esperan no para mirarlas con nostalgia, sino para ser generadas con rebeldía. Pensar es revolucionario, no innecesario.

Por pereza o por comodidad —humanos somos— alexa prende las luces, hace las tareas domésticas, controla la agenda de la autoesclavitud, y el reloj digital regula la vida. La placa dorada que muestra lo que somos y donde estamos, cuando sea vista por alguien, estará desueta.

Sí, las ideas, al menos las que no se conforman con ser mercancía, están condenadas. El algoritmo terminará por imponer su reinado de complacencia y corrección política.

Pero las ideas —¡tercas, tan humanas!— no se rinden del todo. Ofrecerme en este ensayo es apenas una rendija, no una victoria. Negarme a firmar el acta de defunción del pensamiento es, más que un acto de esperanza, una obstinación última. No escribo para consolar ni para tranquilizar: escribo porque no rendirse a la pereza ni al murmullo es, hoy, un gesto revolucionario. A quien lee, sí, le ofrezco esa salida reducida: la posibilidad de no claudicar, de sostener desde la duda y el diálogo esa chispa que nos ha traído hasta aquí.

Ojalá que al menos queden desertores que insistan en el acto escandaloso de pensar, conversar y sospechar. Sólo así, aunque en minoría, aunque el algoritmo ya haya decidido, la extinción no será definitiva.

No necesitamos que nos digan qué pensar, ni que rumien por nosotros: necesitamos conversaciones que no quepan en un tuit, dudas que no se resuelvan con un like, silencios que pesen más que un POV.

El reto es brutal: dejar el celular, cerrar el portátil, sentarse en la montaña a contemplar lo eterno, conversar con Sócrates, viajar como Adriano. En un mundo de opiniones que se olvidan antes de terminar, las ideas que tejemos —amor, amistad, belleza, ciencia— no tienen que responder al “¿quién soy?”, pues no queremos —yo al menos no quiero— saberlo. Ya vimos lo que pasó al que lo supo. Nos preguntamos: ¿qué viene a mi cabeza? En las pausas, en el silencio entre las palabras, no nos dejemos poder, ni podar, del poderoso.

No se trata de proponer la pausa o el retroceso: sería mala idea pretender detener este río. La inteligencia artificial y la tecnología, como evolución y no sólo como herramienta, nos llevará más lejos. Lo imprescindible es que ese avance no sea excusa para la sumisión, ni ocasión para una autodestrucción que algunos advierten y otros predican. Se trata de ser capaces de mirar, de dudar y de crear; de no permitir que nadie clausure el margen indomable de la pregunta y la libertad.

Todavía tenemos el clic: ese acto diminuto de señalar, de escoger, de afirmar que decidimos. Pero cuidado: será por poco tiempo. La tecla de apagar ya desapareció de muchos aparatos. Con ello, se irá la última frontera de la libertad: la de decir, aunque sea para uno, “basta”.



Coda

Es un canto que vuela. Un namasté que une mi yo al tuyo, al nosotros que resuena con el OM primigenio. No quiero saber qué hay a catorce mil millones de años, ni capturar el momento del Big Bang, ni si hay una pared que cierre el espacio, si no sé lo que hay en los cien metros que me rodean; si solo puedo conocer, con dificultad, una fracción de lo que hay dentro de mí mismo.

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