El viernes santo tiene para mí un valor especial. Me sumerge en la familia profunda, aquella que se forma con quienes se formó la personalidad. Se va reduciendo este entorno -sin dejar de existir- al desaparecer los padres, al hacernos mayores, al extenderse la familia personal de cada quien y por el primar natural de los míos sobre los nuestros. Ir a procesión de once con esos seres y estar entre la multitud que, ajena y propia, sigue el viacrucis callejero, cae bien a mi espíritu que agradece que, aún, haya algunos que persisten.
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