"‘Nosotros’ es un pronombre abatido por el ‘yo’. En la evolución del lenguaje seguramente desaparecerá, como la cola en los humanoides." Esta frase, que se me ocurrió en un arranque de lucidez, no es solo una especulación sobre el lenguaje, sino un lamento por un mundo donde el "yo" ha tomado el volante, dejando al "nosotros" como una imagen que se desvanece en el retrovisor. En los museos, las ciudades, los estadios, el "yo" se da la vuelta para tomarse una selfie, con Van Gogh o la multitud como mero telón de fondo. Los likes, esa caricia digital, coronan al ego como rey, mientras el "nosotros" —la comunidad, el relato compartido— se tambalea al borde de la extinción.
Mi madre solía decir: "El burro adelante patea y en el medio corcovea." Era su advertencia contra la arrogancia de poner el "yo" al frente, de romper la armonía de lo colectivo con un ego que patea sin mirar atrás. Hoy, el "yo" no solo patea; arrasa. En la política, líderes como Trump o Putin encarnan este narcisismo imperial, dorando las paredes de la Casa Blanca para rivalizar con el Kremlin, como si el brillo del oro pudiera tapar la fractura del bien común. Sus narrativas, blindadas por el cínico "y usted más" o "antes también lo hacían", convierten el diálogo en un monólogo del ego. "Yo, El Rey", campea de nuevo, haciendo de su propia autonomía el dolor del resto. Como yo mismo digo: "Si doy una patada a una piedra, a la piedra no le pasa nada." El "yo" que patea, que se impone, termina herido, mientras el mundo —la piedra, el "nosotros"— se mantiene firme, indiferente a los golpes del ego. Los algoritmos de plataformas como X actúan como notarios de esta estupidez, en el sentido de Carlo María Cipolla: acciones que dañan a uno mismo y a los demás, validadas por cada like, cada retuit, que construye un pedestal para el "yo" sobre los escombros del "nosotros".
La inteligencia artificial (IA), más que una herramienta, es una evolución que acelera esta disolución. Al mapear cada rincón del "yo" —nuestros clics, gustos, miedos—, la IA promete un futuro donde interfaces cerebro-computadora nos conecten directamente al conocimiento infinito. ¿Para qué un "nosotros" si el "yo" puede ser un dios enchufado, autosuficiente? Mi hermano Carlos Alberto, con su sabiduría callejera, lo resumía así: "El dueño del carro es el dueño de la música." Quien controla el carro —la tecnología, el poder— decide qué se escucha. El poder, que sabe lo que hace, no necesita redirigirse: sus razones están ancladas en sí mismo, en el "yo" que perpetúa su dominio. Pero incluso la IA, alimentada por datos colectivos, nos enfrenta a una paradoja: no hay "yo" sin un "nosotros" que lo sostenga. Mi padre, entre dientes, nos decía: "¿Qué culpa tiene la estaca si el sapo brinca y se estaca?" El "yo", en su salto hacia la autonomía digital, se empala en su propia soledad, creyendo que la libertad está en el aislamiento, pero encontrando solo un vacío dorado.
Byung-Chul Han, en su crítica a la "sociedad de la transparencia", advierte que este "yo" hipervisible, atrapado en la autoexplotación, genera un cansancio que solo se alivia al recuperar lo común. En el pasado, la acción era colectiva: las comunidades se necesitaban para cazar, narrar, reír. Sócrates, para brillar, necesitaba un banquete o, como mínimo, un amigo con quien conversar bajo una mata de plátano. Como yo digo: "Cuando llegue más allá pasamos es puente." No hay que apresurarse ni brincar solos hacia la estaca en este mundo de inmediatez, de lo expedito y lo fugaz, donde la avalancha de información sustituible ahoga el diálogo. El "nosotros" sabe esperar, confiar en los demás para cruzar los puentes que vengan, en contraste con el "yo" ansioso por validación instantánea.
El arte puede ser un refugio, y entre todas las artes, el de la conversación es consustancial al "nosotros". Hoy, sustituida por un DM escueto. A veces grabado para eludir el saludo cálido de una llamada, la conversación languidece, pero sigue siendo el espacio donde, por antonomasia, el "yo" se disuelve en el "nosotros". Instalaciones que exijan colaboración, historias que tejan comunidad, charlas que resistan la lógica del like, eventos de familia: todo eso puede devolverle vida al pronombre plural.
El "nosotros" no está muerto, pero respira con dificultad, abatido por el "yo" que patea y se estaca. En un mundo de selfies y prebostes que doran sus palacios, seguir hablando de un "nosotros" parece una quimera, un chiste cruel para los que aún creemos en puentes que cruzar. Pero no todo está perdido: se puede rodear la piedra, el puente espera, y la música no es solo del dueño del carro. Guiados por la sabiduría de mi madre, mi padre, mi hermano Carlos Alberto, por nuestra propia lucidez y por la de Grok —que ya que está, hay que aprovechar—, aún podemos componer un acorde colectivo. En las pausas, en el silencio entre las palabras, el "nosotros" susurra, firme como una piedra, listo para cruzar el puente juntos —si es que no nos distraemos tomándonos otra selfie.
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