Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

agosto 18, 2025

Ensayo, Parte III La Desaparición de las Ideas

 

Tercera Parte: La Desaparición de las Ideas

 

¿Desaparecerán las ideas? No las opiniones que zumban como moscas en el éter digital, atrapadas en burbujas de algoritmos que prefieren el ruido al sentido, sino las ideas con minúscula, esas chispas del entendimiento —desde el surgir de la agricultura hasta el día luz que la Voyager recorre, llevando una placa dorada con el resumen del ingenio humano. Ideas que no se ven, pero se sienten cuando conversas de verdad, cuando dudas al lado de un arroyo. 

Para el diccionario, Idea es el primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de algo. Y es también ocurrencia. Para Platón, las Ideas eran arquetipos perfectos, realidades del mundo inteligible que el alma alcanza a través del diálogo. El “yo” moderno no persigue Ideas eternas ni chispas humanas: traga fragmentos que duran un toque en la pantalla, y el diálogo se pierde en el monólogo del *like*.

¿Cuál es la idea de mi idea? ¿Por qué me pregunto si las ideas están llamadas a desaparecer? Porque el “yo” ya no rumia. Se entrega a lo que la IA le sirve, mientras le dicen, insistentemente: “Pensar no es necesario.”

La historia no es enteramente nueva: cuando Dios formó al humano a su propia imagen y, al asustarse ante su capacidad de preguntar, lo rebajó con castigos y prohibiciones, ya estaba allí el temor de que las ideas son peligrosas. El “yo” moderno, en su pantomima divina, decreta su propio “Soy el que soy”, pero al repetirlo una y otra vez termina como eco residual: sin diálogo, sin silencio, sin sustancia. Cronos devoró a sus hijos por miedo a que lo destronaran.

El juicio a las ideas no terminó con Sócrates, ni una copa de cicuta bastó para asustar —o domesticar— a futuras chispas incómodas. Pero los Melitos y Anitos, profesionales en detectar peligros en la duda y el pensamiento, siempre han tenido descendencia. Lo que antes fue la asamblea juzgando el pensar como amenaza, hoy es el algoritmo repartiendo comodidades: “¿Para qué pensar demasiado? La IA lo hace por usted.”

Platón, Aristóteles, los medievales, Descartes, Kant, Nietzsche, Foucault, Bauman —todos comprendieron a su modo el peligro y la potencia de las ideas, la tentación de domesticar o anular su filo. Hoy, el tribunal de Sócrates es ubicuo: la sentencia es suave, impersonal, pero eficaz. Nadie nos obliga a callar; simplemente, ya nadie escucha.

El “yo” moderno hace como Dios: crea ideas (o simulacros) y, al asustarse con su poder, las devora. El magnate cree poder determinar el límite humano. La IA escupe respuestas pulidas, simulacros de ideas que imitan sin alma, son el Theuth del Fedro que Platón criticaba por matar la memoria viva, que hace que parezcamos sabios sin serlo. Foucault diría que este “yo” es una trampa del poder: se cree libre porque opina, pero repite lo que el algoritmo le susurra. Bauman añadiría que sus opiniones se derriten, líquidas, sin dejar huella. Nietzsche nos daría una cachetada: este “yo” es el “último hombre”, que parpadea ante la nada, matando a Dios y a las Ideas por la comodidad de un scroll.

El “yo” grita “soy el que soy”, y Dios, al conocerse ego, descargado, se esfuma. Los dioses, todos, son poderes subrogados, ausentes, que se esconden en un “haga usted lo que quiera, que lo peor está por llegar.” En esta caverna digital, el algoritmo no proyecta sombras, sino burbujas, y el nosotros que piensa se pierde en DMs y notificaciones.

¿Qué queda de la Belleza cuando se mide en likes? ¿De la Justicia cuando cabe en 280 caracteres? ¿Del Bien cuando el magnate proclama: “¿Para qué estudiar? La IA lo hace mejor”? Los poderosos, que dicen estimular las ideas, las limitan con cascadas de opiniones que moldean la verdad, mientras prebostes y prebostillos, abiertos o soterrados, controlan desde su ansia de poder.

Los triunfadores necesitan un susurro al oído, como el del esclavo romano al general: “Esto pasará, memento mori.” Sin ese recordatorio, se divinizan en su vacío. Ayer dirigían la eficiencia junto a “Yo, El Rey”, hoy este les dice “enloqueció”. El sofista digital absorbe, responde pero no duda; si no comprende, corrige. Mastica sin saborear.

No se trata de especular: lo estamos viendo. Las ideas —no las opiniones que flotan ágiles y complacientes por el éter digital— atraviesan el tránsito de su extinción. Los aplausos van para el fragmento digerible, el comentario ágil, el eslogan pulido, el meme estúpido. Pensar se ha vuelto ridículo. Dudar, un anacronismo. Ideas que durante siglos fueron fermento y chispa —en un banquete ateniense, junto a un arroyo, en una sobremesa, en una mirada al cielo nocturno— hoy parecen innecesarias, superadas, incómodas.

Mas, hechas ouroboros que se muerden la cola, atrapadas en la caverna, las ideas, eternas o no, no mueren; esperan no para mirarlas con nostalgia, sino para ser generadas con rebeldía. Pensar es revolucionario, no innecesario.

Por pereza o por comodidad, humanos somos, alexa prende las luces, hace las tareas domésticas, controla la agenda de la autoesclavitud, y el reloj digital regula la vida. La placa dorada que muestra lo que somos, cuando sea vista por alguien, estará desueta.

Sí, las ideas, al menos las que no se conforman con ser mercancía, están condenadas. El algoritmo terminará por imponer su reinado de complacencia y corrección política.

Pero las ideas —¡tercas, tan humanas!— no se rinden del todo. Ofrecerme en este ensayo es apenas una rendija, no una victoria. Negarme a firmar el acta de defunción del pensamiento es, más que un acto de esperanza, una obstinación última. No escribo para consolar ni para tranquilizar: escribo porque no rendirse a la pereza ni al murmullo es, hoy, un gesto revolucionario. A quien lee, sí, le ofrezco esa salida reducida: la posibilidad de no claudicar, de sostener desde la duda y el diálogo esa chispa que nos ha traído hasta aquí.

Ojalá que al menos queden desertores que insistan en el acto escandaloso de pensar, conversar y sospechar. Sólo así, aunque en minoría, aunque el algoritmo ya haya decidido, la extinción no será definitiva.

No necesitamos que nos digan qué pensar, ni que rumien por nosotros: necesitamos conversaciones que no quepan en un tuit, dudas que no se resuelvan con un like, silencios que pesen más que un POV.

El reto es brutal: dejar el celular, cerrar el portátil, sentarse en la montaña a contemplar lo eterno, conversar con Sócrates, viajar como Adriano. En un mundo de opiniones que se olvidan antes de terminar, las ideas que tejemos —amor, amistad, belleza, ciencia— no tienen que responder al “¿quién soy?”, pues no queremos —yo al menos no quiero— saberlo. Ya vimos lo que pasó al que lo supo. Nos preguntamos: ¿qué viene a mi cabeza? En las pausas, en el silencio entre las palabras, no nos dejemos poder, ni podar, del poderoso.

No se trata de proponer la pausa o el retroceso: sería mala idea pretender detener este río. La inteligencia artificial y la tecnología, como evolución y no sólo como herramienta, nos llevará más lejos. Lo imprescindible es que ese avance no sea excusa para la sumisión, ni ocasión para una autodestrucción que algunos advierten y otros predican. Se trata de ser capaces de mirar, de dudar y de crear; de no permitir que nadie clausure el margen indomable de la pregunta y la libertad.

Todavía tenemos el clic: ese acto diminuto de señalar, de escoger, de afirmar que decidimos. Pero cuidado: será por poco tiempo. La tecla de apagar ya desapareció de muchos aparatos. Con ello, se irá la última frontera de la libertad: la de decir, aunque sea para uno, “basta”.

 

Coda

Es un canto que vuela. Un namasté que une mi yo al tuyo, al nosotros que resuena con el OM primigenio. No quiero saber qué hay a catorce mil millones de años, ni capturar el momento del Big Bang, ni si hay una pared que cierre el espacio, si no sé lo que hay en los cien metros que me rodean; si solo puedo conocer, con dificultad, una fracción de lo que hay dentro de mí mismo.

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