Hoy al celebrarlo se me ocurrió una verdad de Perogrullo: para cumplir setenta años es necesario haberlos vivido. No hablo de hoy, hablo de ese larguísimo recorrido del cual no se es suficientemente consciente. Ni lo son los demás salvo si se es estorbo o carga. Mucho menos los jóvenes que viven un tiempo ferozmente acelerado. Setenta años atrás para alguien actual es prehistoria. No porque no haya historia, sino porque no importa, con razón: para alquien que no lo vivió, no tiene valor que hubo una cosa llamada papel carbón o rollos de fotografía, o quien gobernó y como, ni cuantas guerras hubo pues si no importan las que hay menos aquellas. Todo cambia tan rápido que diez años, o cinco, son ya una frontera a lo desconocido, a lo descartable. Hoy, el día de hoy, no alcanza a durar siquiera un día.
Pensé en los versos de Jaime Gil de Biedma:
"Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra."
Lo dije, nadie oyó. Es irreal. Llegar a esas cumbres y no saber por qué, ni para qué, ni a qué. Acumulación de palabras. Presencias a distancia.
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