Lacrimosa

 

 

Viendo esa foto que tenemos del año 69, el famoso quinto aquel inolvidable por más de una razón, me dio por pedirle a la inteligencia artificial que aislara rostros y eventualmente compusiera lo componible. A pesar de no tener gran aprecio por mi torpe aliño indumentario que dice Antonio Machado en su poema Retrato, experimenté con el mío. Me miré a los ojos. Supuestamente el de la foto y el que mira son la misma cosa, pero ¿son la misma persona? Quise proponer el juego a otro, que me respondió con algo de temperamento: “¿qué? ¿quién es ese?”. Me había hecho la misma pregunta, le dije. Lo cual no atemperó el disgusto. No salió bien eso de involucrar otro por lo que con discreción soslayé el mal paso -lamentando haberlo dado- y decidí no continuar pero respecto de mí mismo, sí. Por un lado, resolví que podría juzgarme con un poco de mayor benevolencia.  Los ojos, brillantes, miran al frente de la misma manera que lo hicieron siempre: sin ver nada allí, consciente de tener como opción la del día por día; poco o nada diletante del pasado, sufridor del presente. Por el otro: ¿qué pensaba este joven de un poco menos de 17 años? ¿Pensaba algo? ¿imaginó el futuro? Y visto desde el futuro: ¿se justificó esa existencia? Los afectos primarios ya pasaron, muchos otros se han diluido en el camino, algunos adyacentes o colaterales, pacientes, sobreviven con la certeza propia y ajena de que seré, si acaso, un mal recuerdo.  Se puede mostrar arrepentimiento, se puede pedir perdón, pero eso no lleva a ninguna parte. Abandonar abruptamente la existencia por medios más allá de los naturales tampoco es una opción válida, aunque lo sea. Las noches se hacen largas como la espera, frecuentemente envueltas en nubes lacrimosas. De lo único que siento envidia es de no causar un poco de ella.