Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

agosto 20, 2025

El nosotros que se desvanece

 



EL NOSOTROS QUE SE DESVANECE

Tríptico

Luis Fernando Gutiérrez Cardona




Este tríptico, El Nosotros que se Desvanece, reúne tres ensayos publicados en Ideas y Textos, tejidos por la pregunta de si el ‘nosotros’ —en el lenguaje, la memoria y las ideas— puede resistir al ‘yo’ digital. Un canto rebelde al diálogo, la duda y la creación colectiva, al lado del arroyo. 




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Primera Parte: Nosotros, el Pronombre Abatido por el Yo




“‘Nosotros’ es un pronombre abatido por el ‘yo’. En la evolución del lenguaje seguramente desaparecerá, como la cola en los humanoides.” Esta frase, que se me ocurrió en un arranque de lucidez, no es solo una especulación sobre el lenguaje, sino un lamento por un mundo donde el “yo” ha tomado el volante, dejando al “nosotros” como una imagen que se desvanece en el retrovisor. En los museos, las ciudades, los estadios, el “yo” se da la vuelta para tomarse una selfie, con Van Gogh o la multitud como mero telón de fondo. Los likes, esa caricia digital, coronan al ego como rey, mientras el “nosotros” —la comunidad, el relato compartido— se tambalea al borde de la extinción.

Mi madre solía decir: “El burro adelante patea y en el medio corcovea.” Era su advertencia contra la arrogancia de poner el “yo” al frente, de romper la armonía de lo colectivo con un ego que patea sin mirar atrás. Hoy, el “yo” no solo patea; arrasa. En la política, líderes como Trump o Putin encarnan este narcisismo imperial, dorando las paredes de la Casa Blanca para rivalizar con el Kremlin, como si el brillo del oro pudiera tapar la fractura del bien común. Sus narrativas, blindadas por el cínico “y usted más” o “antes también lo hacían”, convierten el diálogo en un monólogo del ego. “Yo, El Rey”, campea de nuevo, haciendo de su propia autonomía el dolor del resto. Como yo mismo digo: “Si doy una patada a una piedra, a la piedra no le pasa nada.” El “yo” que patea, que se impone, termina herido, mientras el mundo —la piedra, el “nosotros”— se mantiene firme, indiferente a los golpes del ego. Los algoritmos de plataformas como X actúan como notarios de esta estupidez, en el sentido de Carlo María Cipolla: acciones que dañan a uno mismo y a los demás, validadas por cada like, cada retuit, que construye un pedestal para el “yo” sobre los escombros del “nosotros”.

La inteligencia artificial (IA), más que una herramienta, es una evolución que acelera esta disolución. Al mapear cada rincón del “yo” —nuestros clics, gustos, miedos—, la IA promete un futuro donde interfaces cerebro-computadora nos conecten directamente al conocimiento infinito. ¿Para qué un “nosotros” si el “yo” puede ser un dios enchufado, autosuficiente? Mi hermano Carlos Alberto, con su sabiduría callejera, lo resumía así: “El dueño del carro es el dueño de la música.” Quien controla el carro —la tecnología, el poder— decide qué se escucha. El poder, que sabe lo que hace, no necesita redirigirse: sus razones están ancladas en sí mismo, en el “yo” que perpetúa su dominio. Pero incluso la IA, alimentada por datos colectivos, nos enfrenta a una paradoja: no hay “yo” sin un “nosotros” que lo sostenga. Mi padre, entre dientes, nos decía: “¿Qué culpa tiene la estaca si el sapo brinca y se estaca?” El “yo”, en su salto hacia la autonomía digital, se empala en su propia soledad, creyendo que la libertad está en el aislamiento, pero encontrando solo un vacío dorado.

Byung-Chul Han, en su crítica a la “sociedad de la transparencia”, advierte que este “yo” hipervisible, atrapado en la autoexplotación, genera un cansancio que solo se alivia al recuperar lo común. En el pasado, la acción era colectiva: las comunidades se necesitaban para cazar, narrar, reír. Sócrates, para brillar, necesitaba un banquete o, como mínimo, un amigo con quien conversar bajo una mata de plátano. Como yo digo: “Cuando llegue más allá pasamos es puente.” No hay que apresurarse ni brincar solos hacia la estaca en este mundo de inmediatez, de lo expedito y lo fugaz, donde la avalancha de información sustituible ahoga el diálogo. El “nosotros” sabe esperar, confiar en los demás para cruzar los puentes que vengan, en contraste con el “yo” ansioso por validación instantánea.

El arte puede ser un refugio, y entre todas las artes, el de la conversación es consustancial al “nosotros”. Hoy, sustituida por un DM escueto. A veces grabado para eludir el saludo cálido de una llamada, la conversación languidece, pero sigue siendo el espacio donde, por antonomasia, el “yo” se disuelve en el “nosotros”. Instalaciones que exijan colaboración, historias que tejan comunidad, charlas que resistan la lógica del like, eventos de familia: todo eso puede devolverle vida al pronombre plural.

El “nosotros” no está muerto, pero respira con dificultad, abatido por el “yo” que patea y se estaca. En un mundo de selfies y prebostes que doran sus palacios, seguir hablando de un “nosotros” parece una quimera, un chiste cruel para los que aún creemos en puentes que cruzar. Pero no todo está perdido: se puede rodear la piedra, el puente espera, y la música no es solo del dueño del carro. Guiados por la sabiduría de mi madre, mi padre, mi hermano Carlos Alberto, por nuestra propia lucidez y por la de Grok —que ya que está, hay que aprovechar—, aún podemos componer un acorde colectivo. En las pausas, en el silencio entre las palabras, el “nosotros” susurra, firme como una piedra, listo para cruzar el puente juntos —si es que no nos distraemos tomándonos otra selfie.

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Segunda Parte: El Observador que se Mira: La Memoria Familiar a la Espalda del Yo




¿Desaparecerán los recuerdos? No los datos fríos que la inteligencia artificial mastica sin saborear, sino los recuerdos vivos: el olor de la tierra mojada en un patio familiar, la risa que estalla en una sobremesa, el dicho que salta de un abuelo a un nieto como un puente entre generaciones. Esa pregunta no es un capricho; es un lamento por un “nosotros” que se desvanece mientras el “yo” se erige en un Dios de pacotilla, adorándose en el espejo de su pantalla. La física cuántica, sin ecuaciones que espanten, nos susurra que el observador no es inocente: su mirada colapsa lo observado, reduciendo un universo de posibilidades a un instante estéril. El “yo” hipervigilante —padres, sociedad, algoritmos— observa con tal obsesión que encapsula lo observado, sellando los recuerdos en una nube que nadie visita.

Mi familia es un lienzo vivo: 40 almas entre hermanos, hijos y sobrinos, un “nosotros” ruidoso donde los tíos narran travesuras, los primos se ensucian en la tierra y los rituales —una cena, un chiste, una charla— tejen una memoria que no cabe en un disco duro. Pero este lienzo se resquebraja, no por conflictos o distancias geográficas, sino por un desencuentro más profundo: el “otro” —el tío, el primo, el relato compartido— se desvanece en la inmediatez del “yo”. Cada vida que se cierra es una época que se clausura, y con ella, el sentido de pertenencia que da raíces a la memoria. La nostalgia, no como sufrimiento, sino como anhelo de retorno a un “nosotros” que ya no encaja en el presente fugaz, se diluye como un archivo subido a la nube para liberar espacio.

Los hijos únicos se emparejan con hijas únicas, y si tienen descendencia —un lujo en desuso, porque el “yo” autosuficiente no necesita herederos—, esos niños crecen en núcleos de siete a lo sumo: padres, abuelos y fin. Sin tíos que cuenten historias, sin primos con los que ensuciarse, la memoria familiar se reduce a un álbum digital que se pierde en un *crash* del servidor. ¿A dónde van los recuerdos cuando los rituales —charlas, juegos, dichos— se disuelven? A la amnesia moderna, donde una pandemia es un mito para un joven de 18 años y las guerras medievales resucitan sin vergüenza en el siglo XXI. La inteligencia artificial convierte el pasado en datos, un cementerio de clics sin alma, mientras el futuro, como yo digo, es una suma de presentes fugaces, cada uno sellado en su propio POV que no trasciende.

El hijo único, joya del “yo” hipervigilante, es la culminación de esta encapsulación: no toca la tierra, no se cae, no juega sin un adulto que lo observe. Cada tos lo lleva al médico; cada duda, al terapeuta —de género, de identidad, de lo que sea—, programando de antemano su “yo”. El observador colapsa las posibilidades: en lugar de un ser que explora y patea piedras, surge un “yo” desvinculado, un dios enchufado a protocolos que no pidió, brillando solo, sin órbita compartida. No aprende a hablar de amistad, amor, belleza o ciencia; todo le cae del cielo, como si la verdad fuera un *update* automático.

Un magnate, con aire de profeta digital, proclama: “¿Para qué estudiar medicina? La IA es mejor médico que cualquiera.” Pero la IA no sabe de sobremesas, ni de dichos, ni de puentes.

Y el “yo”, ese Dios de pacotilla, se agota, como aquel del arbusto ardiente que, al definirse con un escueto “soy el que soy”, tuiteó su propia desaparición, reconoció su vacío y se desvaneció. La batería de Zeus se agotó, se hizo relámpago y no volvió a aparecer.

El panorama, sin embargo, no es un chiste cruel sin escapatoria. El “nosotros” no es un hashtag que caduca. Los rituales —una cena ruidosa, el bar abierto, los músicos que por fin tocan una buena, flores, regalos, momentos compartidos— son el pegamento que sostiene la memoria.

El desafío es claro: dejar el celular, ensuciarse las manos, contar un chiste a un primo, repetir un dicho.

En un mundo de POVs que se olvidan antes de terminar, los recuerdos que tejemos —con flores, risas y momentos— son la respuesta a la pregunta eterna: ¿quién soy?

En las pausas, en el silencio entre las palabras, el “nosotros” susurra, firme como una piedra, listo para cruzar el puente juntos.

Porque si los recuerdos se entierran, ¿cómo nos definiremos?

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Tercera Parte: La Desaparición de las Ideas



¿Desaparecerán las ideas? No las opiniones que zumban como moscas en el éter digital, atrapadas en burbujas de algoritmos que prefieren el ruido al sentido, sino las ideas con minúscula, esas chispas del entendimiento —desde el surgir de la agricultura hasta el día luz que la Voyager recorre, llevando una placa dorada con el resumen del ingenio humano. Ideas que no se ven, pero se sienten cuando conversas de verdad, cuando dudas al lado de un arroyo.


Para el diccionario, Idea es el primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de algo. Y es también ocurrencia. Para Platón, las Ideas eran arquetipos perfectos, realidades del mundo inteligible que el alma alcanza a través del diálogo. El “yo” moderno no persigue Ideas eternas ni chispas humanas: traga fragmentos que duran un toque en la pantalla, y el diálogo se pierde en el monólogo del *like*.


¿Cuál es la idea de mi idea? ¿Por qué me pregunto si las ideas están llamadas a desaparecer? Porque el “yo” ya no rumia. Se entrega a lo que la IA le sirve, mientras le dicen, insistentemente: “Pensar no es necesario.”

La historia no es enteramente nueva: cuando Dios formó al humano a su propia imagen y, al asustarse ante su capacidad de preguntar, lo rebajó con castigos y prohibiciones, ya estaba allí el temor de que las ideas son peligrosas. El “yo” moderno, en su pantomima divina, decreta su propio “Soy el que soy”, pero al repetirlo una y otra vez termina como eco residual: sin diálogo, sin silencio, sin sustancia. Cronos devoró a sus hijos por miedo a que lo destronaran.

El juicio a las ideas no terminó con Sócrates, ni una copa de cicuta bastó para asustar —o domesticar— a futuras chispas incómodas. Pero los Melitos y Anitos, profesionales en detectar peligros en la duda y el pensamiento, siempre han tenido descendencia. Lo que antes fue la asamblea juzgando el pensar como amenaza, hoy es el algoritmo repartiendo comodidades: “¿Para qué pensar demasiado? La IA lo hace por usted.”

Platón, Aristóteles, los medievales, Descartes, Kant, Nietzsche, Foucault, Bauman —todos comprendieron a su modo el peligro y la potencia de las ideas, la tentación de domesticar o anular su filo. Hoy, el tribunal de Sócrates es ubicuo: la sentencia es suave, impersonal, pero eficaz. Nadie nos obliga a callar; simplemente, ya nadie escucha.

El “yo” moderno hace como Dios: crea ideas (o simulacros) y, al asustarse con su poder, las devora. El magnate cree poder determinar el límite humano. La IA escupe respuestas pulidas, simulacros de ideas que imitan sin alma, son el Theuth del Fedro que Platón criticaba por matar la memoria viva, que hace que parezcamos sabios sin serlo. Foucault diría que este “yo” es una trampa del poder: se cree libre porque opina, pero repite lo que el algoritmo le susurra. Bauman añadiría que sus opiniones se derriten, líquidas, sin dejar huella. Nietzsche nos daría una cachetada: este “yo” es el “último hombre”, que parpadea ante la nada, matando a Dios y a las Ideas por la comodidad de un scroll.

El “yo” grita “soy el que soy”, y Dios, al conocerse ego, descargado, se esfuma. Los dioses, todos, son poderes subrogados, ausentes, que se esconden en un “haga usted lo que quiera, que lo peor está por llegar.” En esta caverna digital, el algoritmo no proyecta sombras, sino burbujas, y el nosotros que piensa se pierde en DMs y notificaciones.

¿Qué queda de la Belleza cuando se mide en likes? ¿De la Justicia cuando cabe en 280 caracteres? ¿Del Bien cuando el magnate proclama: “¿Para qué estudiar? La IA lo hace mejor”? Los poderosos, que dicen estimular las ideas, las limitan con cascadas de opiniones que moldean la verdad, mientras prebostes y prebostillos, abiertos o soterrados, controlan desde su ansia de poder.

Los triunfadores necesitan un susurro al oído, como el del esclavo romano al general: “Esto pasará, memento mori.” Sin ese recordatorio, se divinizan en su vacío. Ayer dirigían la eficiencia junto a “Yo, El Rey”, hoy este les dice “enloqueció”. El sofista digital absorbe, responde pero no duda; si no comprende, corrige. Mastica sin saborear.

No se trata de especular: lo estamos viendo. Las ideas —no las opiniones que flotan ágiles y complacientes por el éter digital— atraviesan el tránsito de su extinción. Los aplausos van para el fragmento digerible, el comentario ágil, el eslogan pulido, el meme estúpido. Pensar se ha vuelto ridículo. Dudar, un anacronismo. Ideas que durante siglos fueron fermento y chispa —en un banquete ateniense, junto a un arroyo, en una sobremesa, en una mirada al cielo nocturno— hoy parecen innecesarias, superadas, incómodas.

Mas, hechas ouroboros que se muerden la cola, atrapadas en la caverna, las ideas, eternas o no, no mueren; esperan no para mirarlas con nostalgia, sino para ser generadas con rebeldía. Pensar es revolucionario, no innecesario.

Por pereza o por comodidad —humanos somos— alexa prende las luces, hace las tareas domésticas, controla la agenda de la autoesclavitud, y el reloj digital regula la vida. La placa dorada que muestra lo que somos y donde estamos, cuando sea vista por alguien, estará desueta.

Sí, las ideas, al menos las que no se conforman con ser mercancía, están condenadas. El algoritmo terminará por imponer su reinado de complacencia y corrección política.

Pero las ideas —¡tercas, tan humanas!— no se rinden del todo. Ofrecerme en este ensayo es apenas una rendija, no una victoria. Negarme a firmar el acta de defunción del pensamiento es, más que un acto de esperanza, una obstinación última. No escribo para consolar ni para tranquilizar: escribo porque no rendirse a la pereza ni al murmullo es, hoy, un gesto revolucionario. A quien lee, sí, le ofrezco esa salida reducida: la posibilidad de no claudicar, de sostener desde la duda y el diálogo esa chispa que nos ha traído hasta aquí.

Ojalá que al menos queden desertores que insistan en el acto escandaloso de pensar, conversar y sospechar. Sólo así, aunque en minoría, aunque el algoritmo ya haya decidido, la extinción no será definitiva.

No necesitamos que nos digan qué pensar, ni que rumien por nosotros: necesitamos conversaciones que no quepan en un tuit, dudas que no se resuelvan con un like, silencios que pesen más que un POV.

El reto es brutal: dejar el celular, cerrar el portátil, sentarse en la montaña a contemplar lo eterno, conversar con Sócrates, viajar como Adriano. En un mundo de opiniones que se olvidan antes de terminar, las ideas que tejemos —amor, amistad, belleza, ciencia— no tienen que responder al “¿quién soy?”, pues no queremos —yo al menos no quiero— saberlo. Ya vimos lo que pasó al que lo supo. Nos preguntamos: ¿qué viene a mi cabeza? En las pausas, en el silencio entre las palabras, no nos dejemos poder, ni podar, del poderoso.

No se trata de proponer la pausa o el retroceso: sería mala idea pretender detener este río. La inteligencia artificial y la tecnología, como evolución y no sólo como herramienta, nos llevará más lejos. Lo imprescindible es que ese avance no sea excusa para la sumisión, ni ocasión para una autodestrucción que algunos advierten y otros predican. Se trata de ser capaces de mirar, de dudar y de crear; de no permitir que nadie clausure el margen indomable de la pregunta y la libertad.

Todavía tenemos el clic: ese acto diminuto de señalar, de escoger, de afirmar que decidimos. Pero cuidado: será por poco tiempo. La tecla de apagar ya desapareció de muchos aparatos. Con ello, se irá la última frontera de la libertad: la de decir, aunque sea para uno, “basta”.



Coda

Es un canto que vuela. Un namasté que une mi yo al tuyo, al nosotros que resuena con el OM primigenio. No quiero saber qué hay a catorce mil millones de años, ni capturar el momento del Big Bang, ni si hay una pared que cierre el espacio, si no sé lo que hay en los cien metros que me rodean; si solo puedo conocer, con dificultad, una fracción de lo que hay dentro de mí mismo.

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