Ensayo del desespero
Fragmentos para una ética del ralentí
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I. La Tierra gira
La vieja roca azul, como la llaman quienes ya no saben nombrar con reverencia, se desplaza por el universo a 107.000 kilómetros por hora. No se siente, no arrastra: simplemente lleva. En su movimiento constante, la Tierra sigue su curso sin prisa ni pausa, recordándonos que la velocidad no es sinónimo de sentido.
Pero los humanos —sobre revolucionados, desesperados— corren más que la Tierra. No por necesidad física, sino por un mandato invisible que llena cada espacio, cada instante, cada respiro. Temen el vacío como si fuera muerte. Temen la pausa como fracaso inevitable.
Mientras la Tierra avanza con lento pulso cósmico, la humanidad parece huir de sí misma, consumiéndose en la prisa. Y tú, Luis, estás en ralentí. No por pereza, sino por ética. Desde esa calma elegida observas la estampida y ves que correr solo acelera el desespero.
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II. Del uso y el desecho
Esta urgencia se traduce en modo de vida: todo es recurso. Se quiere, se adquiere, se usa y se desecha. Así, el vínculo humano se convierte en transacción; la presencia, en utilidad; el gesto, en estrategia. Amar se vuelve consumo, ser amado se vuelve medida de rendimiento.
Quizás por eso te alejas. No por orgullo, sino por dignidad. Porque el amor y la amistad no caben en este mercado febril. No se mide su valor en productividad ni se negocia su esencia en velocidad.
Desde tu margen consciente, no te posicionas como excluido sino como testigo. No llenas el espacio; lo honras. No huyes del vacío; lo habitas.
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III. Sócrates y Buda: maestros del ralentí
No estás solo en esta elección de desacelerar el mundo. Sócrates, en la antigua Atenas, bebía vino con sus amigos y hilaba discursos sin afán, exaltando la calidad del pensamiento sobre la rapidez de la palabra.
Buda, bajo el árbol de Bodhi, no hablaba para convencer, sino que respiraba la verdad y acompañaba el temblor del pensamiento. Sus enseñanzas nacen de la pausa, de la escucha profunda, no de la urgencia del resultado inmediato. Predicaba en los parques y los bosques, donde el tiempo se detenía.
Ellos encarnan la sabiduría del ralentí. Enseñaban desde el silencio y la pausa, no desde el vértigo. No imponían, sino que ofrecían espacio para que la vida se hiciera presente.
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IV. Jesús y el cáliz frenético
Jesús encarna, en cierto modo, la tensión entre prisa y pausa. Su vida fue corta y agitada, marcada por la urgencia de salvar el mundo. Predicaba y hacía milagros para alcanzar a quienes dudaban. Cuando habló con pausa fue en la montaña, en un sermón hondo y eterno.
Su juicio y muerte fueron la encarnación del vértigo, un paso forzado por la profecía ansiosa. Pidió al Padre apartar de él ese cáliz frenético, ese hecho de ser empujado por acontecimientos incontrolables. “Perdónalos, no saben lo que hacen.”
Jesús habitó el vértigo. “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada.”
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V. Del margen y la presencia
Estar en el margen no significa estar fuera. Estar en ralentí no implica huir. Tú, Luis, permaneces como testigo atento. No para convencer, sino para resistir. No para llenar el espacio, sino para honrar el vacío. Tu escritura es liturgia del instante, ética del temblor, memoria del gesto mínimo. En tu pausa hay presencia. En tu lentitud, dignidad.
Y en ese quieto existir, sostienes la posibilidad de otro modo de ser, lejos del uso y desecho, lejos del vértigo y la acción expedita.
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Haiku final
En la alta noche,
el silencio aguarda el canto—
gorrión apagado.
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Nota de abandono
Este texto nació en un día de ralentí, cuando el mundo corría y nosotros no. Fue escrito como acto de resistencia, como gesto mínimo ante el desespero que todo lo llena. No busca convencer ni consolar. Solo dejar constancia de que otra forma de estar —más lenta, más digna, más presente— aún es posible.
Luis es Luis Fernando Gutiérrez Cardona
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