Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

octubre 17, 2025

Toda la vida es un ayer

 

“Toda la vida es un ayer”

 

Una misa íntima, tejida con fragmentos.
Constancia de un recorrido.
No habla de fe ni de vacilación.
Cada sacramento una estación.
Cada momento, una plegaria.
Cada gesto, una forma de estar.

 

 

Liturgia del abandono

 

0: El bautismo

El bautismo no se recuerda. Se cuenta. Se muestra en fotos sepia, en libros parroquiales, en anécdotas que otros narran. Uno era apenas cuerpo, apenas llanto.

El agua sobre la cabeza. El aceite en la frente y en el pecho. El padrino sostenía. El cura decía palabras que nadie entendía, pero que marcaban el inicio. El alma quedaba limpia. El pecado original, borrado. La pertenencia, sellada.

Y  las preguntas:

—¿Renuncias a Satanás?
—¿Y a todas sus obras?
—¿Y a todas sus seducciones?

El cura las soltaba con solemnidad, como si el niño pudiera responder. Alguien decía “sí”, en su nombre. Los padrinos, los padres, el rito. Era una declaración de guerra contra lo invisible. Una renuncia sin conciencia, pero con efecto. Nadie respondía de sí mismo. Las palabras flotaban sobre la cabeza del niño —de días de nacido pues había que huir pronto de el limbo— como un conjuro que se repite porque alguien dijo que así debía ser. Era una guerra silenciosa contra lo invisible: renunciar —sin saber a qué, ni cómo— y, sin embargo, quedar marcado. Porque no era sólo Satanás: eran sus obras, eran sus seducciones. Uno, apenas promesa, era ya campo de batalla.

Era el primer sacramento. El que abría la puerta. El que inscribía en un libro que no se lee, pero que pesa. El que decía: este niño ya es de los nuestros.

Y sin embargo…

El bautismo era inicio y marca. Era pertenencia, e inscripción. Se escribía por ello una fe de bautismo en los libros parroquiales. No era agua, sino tinta. Y el niño quedaba ligado a un rito que no eligió, pero que lo nombraba.


I: La confirmación

La confirmación era bulliciosa. No íntima, sino multitudinaria. El obispo venía de la capital lejana, o de su catedral, con ornamentos poderosos: báculo, solideo, mitra y ceremonial propio. Su presencia imponía silencio, aunque no recogimiento. Ocurría cada dos años, si acaso. Y por eso, se reunían decenas, cientos. Todos los que habían alcanzado la edad del “sí consciente”.

El rito era breve. “Recibe el Espíritu Santo”, creo que decía el excelentísimo señor. Una palmadita en la cara y un Amén. Un gesto seco. Rápido. Y ya estaba. Confirmado. Como quien recibe un sello en la frente. Como quien pasa de la infancia a la pertenencia plena.

No había cirios ni cintas. Pero sí expectativa. Porque el obispo no era figura cotidiana, casi mitológica. Y su paso por el templo echando bendiciones aseguraba que algo había sucedido. Aunque no siempre se supiera qué.

La confirmación decía que uno ya tenía edad para entender. La fe venía de adentro. Era el sacramento que sellaba la promesa del bautismo, una especie de ratificación express: ahora sí puedes responder por ti mismo. Aunque nadie preguntara.

Y sin embargo…

El gesto del obispo más que trámite era permanencia. Era una forma de decir: estás dentro. 


II: La comunión

El tercer sacramento era la comunión. El cuarto, la confesión. Un orden incierto, porque para comulgar había que confesarse primero. Pero a los siete años, apenas cumplidos, ¿qué era el “uso de razón”? Una fórmula, una exigencia.  Por fuerza de familia uno ya tenía una idea aproximada del pecado.

Pecado era cualquier cosa. Una rabieta. Haberle contestado feo a la mamá. Alguna desobediencia. Sentir sin permiso.

No recuerdo bien el acto de la confesión primera; de las posteriores, pocas, poco. Tal vez porque no hubo culpa verdadera, sino el deseo de cumplir. Pero de la comunión primera sí. Se suponía el momento más feliz de la vida. Vestidos de blanco. Cinta en la manga. Cirio en la mano. Promesa de pureza. Y fiesta, regalos, celebración.

Pero en mi caso, no. Coincidió con un hecho más trascendente: un primo de mi madre se ordenaba sacerdote. Y eso opacó cualquier otro gesto. La comunión quedó en segundo plano. El niño vestido de blanco, desplazado por el rito del mayor vestido de negro, es decir con su sotana. Entonces el hábito si hacia al monje.

Fuimos, mi padre nos llevó, solo él que yo recuerde,  con mi hermano pues teníamos algún privilegio, al comulgatorio dispuesto para los dos en privado. El cura cumplió rápido y quedamos libres. El comulgatorio era una barra frente al altar a todo lo ancho del presbiterio. El cura se paseaba, poniendo la hostia en la boca de quienes se arrodillaban allí. El monaguillo ponía una patena dorada bajo la barbilla para evitar que cayera al suelo el cuerpo de Cristo. No era fila. Esto vino después del concilio. Entonces se creía que el misterio debía ser administrado con solemnidad.

Así que la primera comunión fue también la primera frustración. El primer golpe de realidad. De dos que marcaron la existencia. El descubrimiento de que incluso en lo sagrado, hay jerarquías. Que incluso en la pureza, hay olvido.

La ordenación era otro sacramento, pero para especialistas.

Y sin embargo…

Aún recuerdo el sabor de la hostia. No por lo que era, sino por lo que prometía. Guardo la imagen de ese día con una alegría extraña, medianamente amarga.


III: La confesión

El rito de la confesión también cambió con el concilio. Antes, existían unos cubículos en las iglesias llamados propiamente confesionarios. El cura se encerraba. Mujeres a un lado, hombres al otro. Por una ventanilla, escuchaba confesiones y chismes. Y luego, como quien fulmina, decía: “Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén". Una penitencia de padre nuestros y avemarías que uno comparaba con los amigos. El alma quedaba limpia.

La confesión tenía sus condiciones. En casa las sembraban como dogma: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda. Contrición de corazón, se decía  poéticamente.

Y sin embargo…

Eso no era el punto. A veces se llegaba al confesionario después de un sermón que hacía arder el alma. No había video. Solo palabra. Pero bastaba. El predicador, sobre todo en los ejercicios espirituales previos a Semana Santa, tenía el deber de hacernos sentir culpables. Vociferaba terrores desde el púlpito. No solo asustaba con el pecado original, sino con todas las atrocidades bíblicas y las atribuidas a los romanos. Narraba los martirios. Mencionaba las hogueras medievales que se disculpaban como necesarias para la salvación.

Los cuentos eran precisos. Almas en pena que se aparecían en las noches. Hijos tragados por la tierra por faltar a sus padres. Por haber cometido algún sacrilegio que ni siquiera se decía.

El infierno no era metáfora: era lugar físico. Demonios, llamas, tormentos.

El cielo, en todo caso, no era gratis: primero había una zona de calentamiento:  El Purgatorio.

Acercarse al confesionario era un acto de valor. Por fuerza se salía purificado. Con la firme intención de no recaer. No por virtud, sino por miedo a tener que repetir el trance.

Hoy no hay confesionarios. Hay psiquiatras. Y no lo resuelven mejor.

Aún me cuesta entender la noción del pecado.  Humanos somos, demasiado humanos.


IV: La extremaunción

Cuando decían “le aplicaron la extremaunción”, era el final. No había más que esperar. El rito no era consuelo. La muerte tenía causa:  se moría de repente, patatús, cólico miserere, tisis —enfermedades que apenas si podían decirse.

La escena, casi siempre, ocurría en una tarde con agua y viento. El cura, con su negra capa pluvial, pasaba presuroso por el andén. Lo precedía un acólito con campanilla y otro con calderilla e hisopo, si el candidato a muerto lo ameritaba. No era procesión: era anuncio. Se deslizaba fantasmagórico por el portón de la casa del moribundo. De la casa, porque la gente moría en casa. Solo por una circunstancia muy desafortunada lo hacía en el hospital. Y si estaba allí, se lo traía a casa, para que aquí le pusieran el aceite del adiós.

Los niños imaginábamos escenas a partir de lo que alguno vio por una rendija. La muerte miraba desde el rincón,  me dijo Felipe que era el más travieso. El cura destapaba los pies blancos del enfermo. Los untaba con un aceite que había llevado bien protegido en el interior de su capa. Y salía presuroso. Él había estudiado y sabia de la peste, mejor no contagiarse. Entonces se avisaba al sacristán para que estuviera listo al toque de la campana.

Por excepción, el enfermo se enteraba. Y decidía no morirse. A los pocos días caminaba por la calle real, como prueba fehaciente del poder divino: “A ese el cura le puso la extremaunción, lo curó y véalo por ahí tranquilo”, decían las viejas. Mientras, los herederos  lamentaban el aplazamiento.

La extremaunción no era solo un sacramento. Era un teatro del misterio. La escena que marcaba el tránsito. Una forma de decir: ya no hay más que hacer. Solo esperar. Solo rezar. Solo recordar.

Y sin embargo…

A veces, el aceite no era despedida. Era regreso. El cuerpo, que ya no debía moverse, se levantaba. Entonces el rito se convertía en milagro. O en error. 


V: El matrimonio

El matrimonio es el último sacramento en la lista conforme la memorizamos. Viene después de la extremaunción, se puede suponer por qué. Como si dijera: primero se muere, luego se casa. O al revés, según la experiencia.

No era un gesto vacío. No era solo un “sí” frente al altar. Era una ceremonia de alianza. Los príncipes y reyes se casaban para unir reinos. La gente común, para santificar la relación e iniciar la procreación. El matrimonio era pacto, era comunidad, era prueba.

El rito estaba rodeado de actos previos: noviazgo puro y santo, aceptación de las familias, planeación, fiesta. La luna de miel, era después, no como ahora que es el antes. Todo tenía sentido. Todo era parte del misterio. El altar no era escenario: era umbral.

La iglesia se llenaba. Las flores, los cantos, los vestidos. El cura bendecía. Uno afirmaba y creía. No en él, quizás, pero en el gesto. En la posibilidad de lo sagrado. En el mundo compartido.

Hoy, el rito se soslaya. Se celebra, si acaso, en jardines, en salones, en playas. El altar es un arco. Sin oficiante, el “sí” se dice igual, pero el misterio se diluye.

Y en mi sentir, algo queda faltando.

Porque el matrimonio no era solo unión. Era certificación. Era fe en el futuro. Era alegría para la familia, para los amigos, para la comunidad, los curiosos, los habladores. Era decir: estamos aquí, y queremos estar. Con todos. Con Dios. Con el tiempo.

Y sin embargo…

Aún hay quienes se casan en iglesias. Aún hay quienes buscan el temblor del altar. Aún hay quienes creen que el gesto guarda algo sagrado.

Porque el matrimonio, más que contrato, es rito. Y el rito, cuando se honra, transforma.

 

Luis Fernando Gutiérrez Cardona



 

 

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