Byung-Chul Han observa cómo la modernidad, tras liberar al individuo de amos visibles, lo dejó preso de una exigencia interior que no descansa. El sujeto del rendimiento ya no obedece órdenes ajenas: se exige solo. Corre con entusiasmo hacia ninguna parte, se explota creyendo que se realiza, y convierte cada pausa en culpa. La positividad sin límite —ese “puedes lograrlo todo”— ha parido una cultura del agotamiento, la ansiedad, el fracaso personalizado. El descanso se convierte en pecado. La lentitud, en sospecha. El ocio, en enfermedad.
Frente a eso propongo una pedagogía de la vacacidad diaria: no como negación del hacer, sino como afirmación del ritmo propio. Resistir sin ruido. Postergar sin culpa. Igualar sin correr. No hagas hoy lo que puedas hacer mañana, como antítesis. El carro que nos sigue nos adelanta a riesgos y un segundo después estamos juntos en el semáforo. La prisa disfraza el vacío. Corremos para alcanzar el ascensor: este aún no ha bajado, o sube lleno. Al llegar a la cita que nos hace madrugar, el otro no ha llegado: “¿no viste el mensaje? Dije que me demoraría”. Corremos para alcanzar el bus, lo logramos; el bus queda detenido en la esquina. La reunión —sobre eficiencia— citada para las ocho, empieza a las ocho y media. Compramos la última unidad, no la llegamos a usar.
La idea es: preparar el café sin mirar el reloj, sentarse sin celular. Escuchar el silencio, Retrasar la tarea. No corregir tanto: el error educa. Mañana también saldrá el sol, y si no sale, no sale para nadie. No se busca convencer ni reeducar. No sermonea. No exige conversión. Deja pistas: escenas mínimas, gestos sin agenda, frases heredadas que sobreviven al calendario.
“Nadie se muere la víspera”, decía mi madre. Esa frase enseña más que cualquier manual de resiliencia. El miedo no adelanta, la prisa no protege, la muerte —como la lluvia— llega sin reloj.
La lluvia interrumpe el día claro. La vista que se adquiere a alto precio y se tapa de inmediato con cortinas o se le da la espalda, por la mirada fija en el ordenador que no se apaga ensayando el burnout sin saberlo. La cortina no se abre, el balcón nunca se pisa. Nada es estable: se pasa del sol a la tormenta en un instante.
El descanso no necesita justificación. Es derecho del cuerpo que aún no ha dicho basta. Y si lo dice dormido, como Gregorio Samsa, con el portátil encendido, que al menos lo escuche la página que no acabó de ser escrita.
Hay que aprender a quedarse quieto sin volverse sospechoso. No mostrar productividad para justificar la presencia. No responder “ocupado” como salvoconducto de valor.
El ocio no es desvío. Es camino lateral, a veces más fértil. Y el café sin reloj, método filosófico. El gesto sin utilidad puede guardar un mundo, como una mecedora, una manguera regando la acera, una conversación sin fin práctico. La economía del afecto no cotiza en bolsa, pero sostiene la vida. El que no rinde, cuida. El que no corre, ve. El que no produce a cada minuto, respira lo que otros no alcanzan a nombrar.
Tal vez sea hora de escribir los derechos del no-rendimiento. A demorarse. A pensar antes de contestar. A no responder todo. A decir “no sé” sin miedo. A apagar los dispositivos sin culpa.
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