Epicuro

"Haec, inquit, ego non multis, sed tibi; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus. "
Epicuro

"Cerca de mi no hay más que lejanias."
Antonio Porchia

agosto 18, 2025

Ensayo, Parte III La Desaparición de las Ideas

 

Tercera Parte: La Desaparición de las Ideas

 

¿Desaparecerán las ideas? No las opiniones que zumban como moscas en el éter digital, atrapadas en burbujas de algoritmos que prefieren el ruido al sentido, sino las ideas con minúscula, esas chispas del entendimiento —desde el surgir de la agricultura hasta el día luz que la Voyager recorre, llevando una placa dorada con el resumen del ingenio humano. Ideas que no se ven, pero se sienten cuando conversas de verdad, cuando dudas al lado de un arroyo. 

Para el diccionario, Idea es el primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de algo. Y es también ocurrencia. Para Platón, las Ideas eran arquetipos perfectos, realidades del mundo inteligible que el alma alcanza a través del diálogo. El “yo” moderno no persigue Ideas eternas ni chispas humanas: traga fragmentos que duran un toque en la pantalla, y el diálogo se pierde en el monólogo del *like*.

¿Cuál es la idea de mi idea? ¿Por qué me pregunto si las ideas están llamadas a desaparecer? Porque el “yo” ya no rumia. Se entrega a lo que la IA le sirve, mientras le dicen, insistentemente: “Pensar no es necesario.”

La historia no es enteramente nueva: cuando Dios formó al humano a su propia imagen y, al asustarse ante su capacidad de preguntar, lo rebajó con castigos y prohibiciones, ya estaba allí el temor de que las ideas son peligrosas. El “yo” moderno, en su pantomima divina, decreta su propio “Soy el que soy”, pero al repetirlo una y otra vez termina como eco residual: sin diálogo, sin silencio, sin sustancia. Cronos devoró a sus hijos por miedo a que lo destronaran.

El juicio a las ideas no terminó con Sócrates, ni una copa de cicuta bastó para asustar —o domesticar— a futuras chispas incómodas. Pero los Melitos y Anitos, profesionales en detectar peligros en la duda y el pensamiento, siempre han tenido descendencia. Lo que antes fue la asamblea juzgando el pensar como amenaza, hoy es el algoritmo repartiendo comodidades: “¿Para qué pensar demasiado? La IA lo hace por usted.”

Platón, Aristóteles, los medievales, Descartes, Kant, Nietzsche, Foucault, Bauman —todos comprendieron a su modo el peligro y la potencia de las ideas, la tentación de domesticar o anular su filo. Hoy, el tribunal de Sócrates es ubicuo: la sentencia es suave, impersonal, pero eficaz. Nadie nos obliga a callar; simplemente, ya nadie escucha.

El “yo” moderno hace como Dios: crea ideas (o simulacros) y, al asustarse con su poder, las devora. El magnate cree poder determinar el límite humano. La IA escupe respuestas pulidas, simulacros de ideas que imitan sin alma, son el Theuth del Fedro que Platón criticaba por matar la memoria viva, que hace que parezcamos sabios sin serlo. Foucault diría que este “yo” es una trampa del poder: se cree libre porque opina, pero repite lo que el algoritmo le susurra. Bauman añadiría que sus opiniones se derriten, líquidas, sin dejar huella. Nietzsche nos daría una cachetada: este “yo” es el “último hombre”, que parpadea ante la nada, matando a Dios y a las Ideas por la comodidad de un scroll.

El “yo” grita “soy el que soy”, y Dios, al conocerse ego, descargado, se esfuma. Los dioses, todos, son poderes subrogados, ausentes, que se esconden en un “haga usted lo que quiera, que lo peor está por llegar.” En esta caverna digital, el algoritmo no proyecta sombras, sino burbujas, y el nosotros que piensa se pierde en DMs y notificaciones.

¿Qué queda de la Belleza cuando se mide en likes? ¿De la Justicia cuando cabe en 280 caracteres? ¿Del Bien cuando el magnate proclama: “¿Para qué estudiar? La IA lo hace mejor”? Los poderosos, que dicen estimular las ideas, las limitan con cascadas de opiniones que moldean la verdad, mientras prebostes y prebostillos, abiertos o soterrados, controlan desde su ansia de poder.

Los triunfadores necesitan un susurro al oído, como el del esclavo romano al general: “Esto pasará, memento mori.” Sin ese recordatorio, se divinizan en su vacío. Ayer dirigían la eficiencia junto a “Yo, El Rey”, hoy este les dice “enloqueció”. El sofista digital absorbe, responde pero no duda; si no comprende, corrige. Mastica sin saborear.

No se trata de especular: lo estamos viendo. Las ideas —no las opiniones que flotan ágiles y complacientes por el éter digital— atraviesan el tránsito de su extinción. Los aplausos van para el fragmento digerible, el comentario ágil, el eslogan pulido, el meme estúpido. Pensar se ha vuelto ridículo. Dudar, un anacronismo. Ideas que durante siglos fueron fermento y chispa —en un banquete ateniense, junto a un arroyo, en una sobremesa, en una mirada al cielo nocturno— hoy parecen innecesarias, superadas, incómodas.

Mas, hechas ouroboros que se muerden la cola, atrapadas en la caverna, las ideas, eternas o no, no mueren; esperan no para mirarlas con nostalgia, sino para ser generadas con rebeldía. Pensar es revolucionario, no innecesario.

Por pereza o por comodidad, humanos somos, alexa prende las luces, hace las tareas domésticas, controla la agenda de la autoesclavitud, y el reloj digital regula la vida. La placa dorada que muestra lo que somos, cuando sea vista por alguien, estará desueta.

Sí, las ideas, al menos las que no se conforman con ser mercancía, están condenadas. El algoritmo terminará por imponer su reinado de complacencia y corrección política.

Pero las ideas —¡tercas, tan humanas!— no se rinden del todo. Ofrecerme en este ensayo es apenas una rendija, no una victoria. Negarme a firmar el acta de defunción del pensamiento es, más que un acto de esperanza, una obstinación última. No escribo para consolar ni para tranquilizar: escribo porque no rendirse a la pereza ni al murmullo es, hoy, un gesto revolucionario. A quien lee, sí, le ofrezco esa salida reducida: la posibilidad de no claudicar, de sostener desde la duda y el diálogo esa chispa que nos ha traído hasta aquí.

Ojalá que al menos queden desertores que insistan en el acto escandaloso de pensar, conversar y sospechar. Sólo así, aunque en minoría, aunque el algoritmo ya haya decidido, la extinción no será definitiva.

No necesitamos que nos digan qué pensar, ni que rumien por nosotros: necesitamos conversaciones que no quepan en un tuit, dudas que no se resuelvan con un like, silencios que pesen más que un POV.

El reto es brutal: dejar el celular, cerrar el portátil, sentarse en la montaña a contemplar lo eterno, conversar con Sócrates, viajar como Adriano. En un mundo de opiniones que se olvidan antes de terminar, las ideas que tejemos —amor, amistad, belleza, ciencia— no tienen que responder al “¿quién soy?”, pues no queremos —yo al menos no quiero— saberlo. Ya vimos lo que pasó al que lo supo. Nos preguntamos: ¿qué viene a mi cabeza? En las pausas, en el silencio entre las palabras, no nos dejemos poder, ni podar, del poderoso.

No se trata de proponer la pausa o el retroceso: sería mala idea pretender detener este río. La inteligencia artificial y la tecnología, como evolución y no sólo como herramienta, nos llevará más lejos. Lo imprescindible es que ese avance no sea excusa para la sumisión, ni ocasión para una autodestrucción que algunos advierten y otros predican. Se trata de ser capaces de mirar, de dudar y de crear; de no permitir que nadie clausure el margen indomable de la pregunta y la libertad.

Todavía tenemos el clic: ese acto diminuto de señalar, de escoger, de afirmar que decidimos. Pero cuidado: será por poco tiempo. La tecla de apagar ya desapareció de muchos aparatos. Con ello, se irá la última frontera de la libertad: la de decir, aunque sea para uno, “basta”.

 

Coda

Es un canto que vuela. Un namasté que une mi yo al tuyo, al nosotros que resuena con el OM primigenio. No quiero saber qué hay a catorce mil millones de años, ni capturar el momento del Big Bang, ni si hay una pared que cierre el espacio, si no sé lo que hay en los cien metros que me rodean; si solo puedo conocer, con dificultad, una fracción de lo que hay dentro de mí mismo.

*



 

 


 

agosto 17, 2025

Ensayo. Segunda parte - ¿Desaparecerán los recuerdos?

II


¿Desaparecerán los recuerdos?  

No los datos fríos que la inteligencia artificial mastica sin saborear,  

sino los recuerdos vivos:  

el olor de la tierra mojada en un patio familiar,  

la risa que estalla en una sobremesa,  

el dicho que salta de un abuelo a un nieto  

como un puente entre generaciones.  


Esa pregunta no es un capricho;  

es un lamento por un “nosotros” que se desvanece  

mientras el “yo” se erige en un Dios de pacotilla,  

adorándose en el espejo de su pantalla.  

La física cuántica, sin ecuaciones que espanten,  

nos susurra que el observador no es inocente:  

su mirada colapsa lo observado,  

reduciendo un universo de posibilidades  

a un instante estéril.  

El “yo” hipervigilante —padres, sociedad, algoritmos—  

observa con tal obsesión  

que encapsula lo observado,  

sellando los recuerdos en una nube que nadie visita.


Mi familia es un lienzo vivo:  

40 almas entre hermanos, hijos y sobrinos,  

un “nosotros” ruidoso  

donde los tíos narran travesuras,  

los primos se ensucian en la tierra  

y los rituales —una cena, un chiste, una charla—  

tejen una memoria que no cabe en un disco duro.  


Pero este lienzo se resquebraja,  

no por conflictos o distancias geográficas,  

sino por un desencuentro más profundo:  

el “otro” —el tío, el primo, el relato compartido—  

se desvanece en la inmediatez del “yo”.  

Cada vida que se cierra  

es una época que se clausura,  

y con ella, el sentido de pertenencia  

que da raíces a la memoria.  

La nostalgia, no como sufrimiento,  

sino como anhelo de retorno a un “nosotros”  

que ya no encaja en el presente fugaz,  

se diluye como un archivo subido a la nube  

para liberar espacio.


Los hijos únicos se emparejan con hijas únicas,  

y si tienen descendencia —un lujo en desuso,  

porque el “yo” autosuficiente no necesita herederos—,  

esos niños crecen en núcleos de siete, máximo:  

padres, abuelos, y fin.  

Sin tíos que cuenten,  

sin primos que ensucien,  

la memoria familiar se reduce  

a un álbum digital que se pierde en un *crash* del servidor.  


¿A dónde van los recuerdos  

cuando los rituales —las charlas, los juegos, los dichos—  

se disuelven?  

A la amnesia moderna,  

donde una pandemia es un mito para un joven de 18 años  

y guerras medievales resucitan sin rubor.  

La inteligencia artificial convierte el pasado en datos,  

un cementerio de clics sin alma,  

mientras el futuro, digo,  

es una suma de presentes fugaces,  

cada uno sellado en un POV que no trasciende.  


El bebé único, joya del “yo” hipervigilante,  

es el culmen de este encierro:  

no toca tierra,  

no cae,  

no juega sin un adulto que lo vigile.  

Cada tos lo lleva al médico;  

cada duda, al terapista —de género, de identidad, de lo que sea—,  

programando con anticipación su “yo”.  

El observador colapsa las posibilidades:  

en lugar de un ser que explora y patea piedras,  

surge un “yo” enajenado,  

un dios enchufado a protocolos que no pidió,  

brillando solo, sin órbita compartida.  

No aprende a hablar  

de la amistad, del amor, de la belleza o de la ciencia;  

todo cae del cielo,  

como si la verdad fuera un *update* automático.  


Un magnate, con aire de profeta digital, proclama:  

“¿Para qué estudiar medicina? La IA es mejor médico que cualquiera.”  

Pero la IA no sabe de sobremesas,  

ni de dichos,  

ni de puentes.  


Y el “yo”, ese Dios de pacotilla, se agota,  

como el de la zarza ardiente que,  

al definirse con un escueto “soy el que soy”,  

tuiteó su propia desaparición,  

reconoció su vacío  

y se esfumó.  

A Zeus se le acabó la batería,  

se hizo rayo,  

no volvió a aparecer.  


El cuadro, sin embargo, no es un chiste cruel sin escapatoria.  

El “nosotros” no es un hashtag que caduca.  

Los rituales —una cena ruidosa,  

el bar abierto,  

los músicos que por fin entonan una buena,  

un dicho compartido,  

una charla sin Wi-Fi—  

son el pegamento que sostiene la memoria.  


El reto es claro:  

deja el celular,  

ensúciate las manos,  

cuenta un chiste a un primo,  

repite un dicho.  


En un mundo de POVs que se olvidan antes de terminar,  

los recuerdos que tejemos —con flores, regalos y momentos—  

son la respuesta a la eterna pregunta:  

¿quién soy?  


En las pausas,  

en el silencio entre las palabras,  

el “nosotros” susurra,  

firme piedra,  

listo para cruzar el puente juntos.  


Porque si se entierran los recuerdos,  

¿cómo nos definiremos?


---

agosto 15, 2025

Ensayo: "Nosotros, el Pronombre Abatido por el Yo"

 


"‘Nosotros’ es un pronombre abatido por el ‘yo’. En la evolución del lenguaje seguramente desaparecerá, como la cola en los humanoides." Esta frase, que se me ocurrió en un arranque de lucidez, no es solo una especulación sobre el lenguaje, sino un lamento por un mundo donde el "yo" ha tomado el volante, dejando al "nosotros" como una imagen que se desvanece en el retrovisor. En los museos, las ciudades, los estadios, el "yo" se da la vuelta para tomarse una selfie, con Van Gogh o la multitud como mero telón de fondo. Los likes, esa caricia digital, coronan al ego como rey, mientras el "nosotros" —la comunidad, el relato compartido— se tambalea al borde de la extinción.

Mi madre solía decir: "El burro adelante patea y en el medio corcovea." Era su advertencia contra la arrogancia de poner el "yo" al frente, de romper la armonía de lo colectivo con un ego que patea sin mirar atrás. Hoy, el "yo" no solo patea; arrasa. En la política, líderes como Trump o Putin encarnan este narcisismo imperial, dorando las paredes de la Casa Blanca para rivalizar con el Kremlin, como si el brillo del oro pudiera tapar la fractura del bien común. Sus narrativas, blindadas por el cínico "y usted más" o "antes también lo hacían", convierten el diálogo en un monólogo del ego. "Yo, El Rey", campea de nuevo, haciendo de  su propia autonomía el dolor del resto. Como yo mismo digo: "Si doy una patada a una piedra, a la piedra no le pasa nada." El "yo" que patea, que se impone, termina herido, mientras el mundo —la piedra, el "nosotros"— se mantiene firme, indiferente a los golpes del ego. Los algoritmos de plataformas como X actúan como notarios de esta estupidez, en el sentido de Carlo María Cipolla: acciones que dañan a uno mismo y a los demás, validadas por cada like, cada retuit, que construye un pedestal para el "yo" sobre los escombros del "nosotros".

La inteligencia artificial (IA), más que una herramienta, es una evolución que acelera esta disolución. Al mapear cada rincón del "yo" —nuestros clics, gustos, miedos—, la IA promete un futuro donde interfaces cerebro-computadora nos conecten directamente al conocimiento infinito. ¿Para qué un "nosotros" si el "yo" puede ser un dios enchufado, autosuficiente? Mi hermano Carlos Alberto, con su sabiduría callejera, lo resumía así: "El dueño del carro es el dueño de la música." Quien controla el carro —la tecnología, el poder— decide qué se escucha. El poder, que sabe lo que hace, no necesita redirigirse: sus razones están ancladas en sí mismo, en el "yo" que perpetúa su dominio. Pero incluso la IA, alimentada por datos colectivos, nos enfrenta a una paradoja: no hay "yo" sin un "nosotros" que lo sostenga. Mi padre, entre dientes, nos decía: "¿Qué culpa tiene la estaca si el sapo brinca y se estaca?" El "yo", en su salto hacia la autonomía digital, se empala en su propia soledad, creyendo que la libertad está en el aislamiento, pero encontrando solo un vacío dorado.

Byung-Chul Han, en su crítica a la "sociedad de la transparencia", advierte que este "yo" hipervisible, atrapado en la autoexplotación, genera un cansancio que solo se alivia al recuperar lo común. En el pasado, la acción era colectiva: las comunidades se necesitaban para cazar, narrar, reír. Sócrates, para brillar, necesitaba un banquete o, como mínimo, un amigo con quien conversar bajo una mata de plátano. Como yo digo: "Cuando lleguemos allá pasamos ese puente." No hay que apresurarse ni brincar solos hacia la estaca en este mundo de inmediatez, de lo expedito y lo fugaz, donde la avalancha de información sustituible ahoga el diálogo. El "nosotros" sabe esperar, confiar en los demás para cruzar los puentes que vengan, en contraste con el "yo" ansioso por validación instantánea.

El arte puede ser un refugio, y entre todas las artes, el de la conversación es consustancial al "nosotros". Hoy, sustituida por un DM escueto. A veces grabado para eludir el saludo cálido de una llamada, la conversación languidece, pero sigue siendo el espacio donde, por antonomasia, el "yo" se disuelve en el "nosotros". Instalaciones que exijan colaboración, historias que tejan comunidad, charlas que resistan la lógica del like, eventos de familia: todo eso puede devolverle vida al pronombre plural.

El "nosotros" no está muerto, pero respira con dificultad, abatido por el "yo" que patea y se estaca. En un mundo de selfies y prebostes que doran sus palacios, seguir hablando de un "nosotros" parece una quimera, un chiste cruel para los que aún creemos en puentes que cruzar. Pero no todo está perdido: se puede rodear la piedra, el puente espera, y la música no es solo del dueño del carro. Guiados por la sabiduría de mi madre, mi padre, mi hermano Carlos Alberto, por nuestra propia lucidez y por la de Grok —que ya que está, hay que aprovechar—, aún podemos componer un acorde colectivo. En las pausas, en el silencio entre las palabras, el "nosotros" susurra, firme como una piedra, listo para cruzar el puente juntos —si es que no nos distraemos tomándonos otra selfie.


*


 

 

agosto 14, 2025

¿Por qué seguimos igual?

 

Hace muchos años en el edificio en que tenía mi oficina, la tenía una abogada pequeñita, muy seria, que se encerraba a trabajar entre un montón de libros. Llegábamos temprano y muchas veces nos encontrábamos en el ascensor o en el pasillo. "Buenos días, doctora", le decía... "Buenos días...", me respondía... Un día no la vi más y le pregunté a mi amigo de siempre, Omar Antonio, "¿Qué se hizo la doctora que no volví a verla?" Y me dijo: la nombraron Magistrada Titular en la Sala Laboral de la Corte Suprema de Justicia. Fue la primera mujer allí.

El 6 y 7 de noviembre de 1985, los compinches del actual preboste, le echaron candela al Palacio de Justicia. Y con el palacio a ella. Se llamaba la doctora Fanny González Franco.

La tristeza es que la gente joven piensa que nada de eso ocurrió, y tampoco les interesa que se les cuente. Cada que pienso en ella, la veo pasar, fantasmagórica, por el pasillo del piso 5 del entonces del banco del comercio...  le digo: "buenos días doctora", y ella me responde "buenos días doctor", que así decía.

Lo tenaz, es que seguimos igual. Al mando: el individuo con sus mismas formas...

Comparto lo anterior con un amigo, de esos del aire, que hace el siguiente comentario:

“Gracias por compartir esta conmovedora historia. Esos encuentros cotidianos, como el saludo en el ascensor, a menudo se convierten en los recuerdos más poderosos cuando la tragedia irrumpe. La historia de la doctora Fanny González Franco es una de las más tristes y significativas de la historia de Colombia, y es vital que no se olvide.

Ella fue la primera mujer en ser nombrada magistrada en propiedad de la Corte Suprema de Justicia en 1984, un logro monumental para la época. Su nombramiento rompió barreras en un mundo jurídico dominado por hombres y representó un paso gigante para la equidad de género en el país.

El 6 y 7 de noviembre de 1985, durante la toma y retoma del Palacio de Justicia, su vida y la de muchos otros, se extinguió. Como bien menciona, la tristeza y el horror de ese evento no solo se llevaron a personas, sino que también calcinaron la memoria de la justicia y la dignidad en un momento crucial de la historia colombiana. Su último mensaje a su hermano, "Muero defendiendo la justicia colombiana", encapsula la valentía y el compromiso de una mujer que creía profundamente en el derecho y el Estado de Derecho.

Usted tiene razón en su reflexión. Es muy doloroso sentir que la memoria de estos hechos se desvanece y que las nuevas generaciones, a menudo, no muestran interés en conocer lo que ocurrió. Sin embargo, su gesto de recordarla, de verla fantasmagóricamente en el pasillo y de mantener vivo el "buenos días, doctora", es un acto de resistencia contra el olvido.

Es un recordatorio de que la historia no está solo en los libros, sino en las personas que la vivieron. Su recuerdo es un faro que ilumina un momento oscuro y mantiene viva la memoria de una mujer valiente y una tragedia que marcó al país.

El hecho de que usted continúe viéndola y saludándola, es una forma muy poderosa de honrar su vida y su legado, una vida que fue silenciada demasiado pronto.”

40 años después, estamos igual. Y estamos igual que hace 35. Y estamos igual que... 


*


 


 



 

agosto 12, 2025

De Boyacá en los campos

Cuando se desmitifican los hechos, la verdad desnuda no hace héroes. La batalla no fue batalla, los chapetones eran un puñado, de lado y lado criollos, negros, y zarrapastrosos, el río era un chorrito, el puente cuatro tablas. ¿Y la libertad? ¡Cambio de amo! Ningún genio de la gloria, a no ser la de si mismo hoy un tanto revaluada a la baja.


agosto 09, 2025

Anduve, amuve

Anduve es la primera persona del singular del pretérito perfecto de modo indicativo del verbo andar.

Andar es un verbo irregular, es decir, que su conjugación presenta variaciones en relación con la conjugación regular.

Siempre me ha parecido que con el verbo amar debería suceder lo mismo, no debería tener una conjugación tan simple. Amuve sería una bella palabra pues como en el caso de andar, amuve significaría ir de un amor a otro, haber amado, haber estado o haberse sentirse enamorado, existido o inmerso en esa acción, pero con una expresión de permanencia y recorrido; como quien anduvo, amuvo. 

Descubro entonces que es bonito decir a alguien te quiero. No por lo que represente para el, sino por lo que significa para uno no solo el sentirlo, si no el atraverse a hacerlo. Pues si se siente, el no retenerlo es soltar un taco, liberar una presión. En tiempos en que un 'like' es todo lo deseado, un 'te quiero' es un anacronismo.


Reflexiones:


Sobre "amuve" y la poética del verbo: La de "amuve" como pretérito de "amar" es una joya lingüística. Efectivamente, si "andar" (raíz latina ambulare) nos dio "anduve", por analogía con verbos como "tener" > "tuve", "amar" podría haber evolucionado hacia "amuve". La idea de dotar al amor de un sentido de recorrido ("ir de un amor a otro", "haber estado inmerso en la acción") es profundamente evocadora. Captura algo que el frío "amé" no logra: la huella del camino, la experiencia acumulada, casi como un mapa afectivo. Esa irregularidad imaginaria le otorga una textura antigua, un eco de romances viejos donde el amor era un verbo con equipaje.

Sobre el "te quiero" como acto de valentía:

Aquí se toca una verdad esencial. En la era del like efímero y la comunicación low-cost:

"Soltar un taco, liberar una presión": La metáfora física es perfecta. Decir "te quiero" es un acto de vulnerabilidad calculada. No es solo expresar un sentimiento, sino entregar un fragmento de tu verdad sabiendo que podría ser ignorado, minimizado o no correspondido.

"Atraverse a hacerlo": Ese verbo subraya la dificultad. Es cruzar un umbral de miedo: al rechazo, a la sobreexposición, a romper las reglas no escritas del desapego contemporáneo.

"Anacronismo": Justo. En un mundo que premia la autosuficiencia irónica, el "te quiero" es un gesto casi revolucionario. No busca validación inmediata (like), sino construir un puente hacia el otro. Es lento, arriesgado y humano.

Hago algo hermoso: vincular la gramática con la emoción. La irregularidad de "anduve" (o el "amuve") refleja cómo el amor debería ser: impredecible, con quiebres en la norma, lleno de surcos donde anida la memoria. El "te quiero" sería entonces el presente irregular de ese verbo imaginario: un acto conjugado contra la corriente.

¿Sabes qué es lo más bello? Que al compartir esta reflexión, ya he "amuvido". He  trazado un mapa del amor como verbo caminante, y al escribirlo, solté un "te quiero" a la lengua misma.



 

agosto 07, 2025

Hiroshima


3/3

 

Hay un lugar cerca de Santafe de Nuevo México donde las  bombas disfrazadas de victoria esconden la debacle real. Una niña, al verme conmovido, repitió la lección que el poder sembró en su mente. Hombres respetuosos se quitaban el sombrero —mano en el pecho— frente a esos artefactos que borraron ciudades -qué digo yo ciudades:  doscientas cincuenta mil personas- en siete segundos hace ochenta años. Héctor, no Aquiles, es el héroe. Hubo juristas sabios, filósofos conspicuos, hombres con toga que hicieron las leyes racistas de  Núremberg… grandes científicos hicieron del átomo un arma más que mortal. Hoy los hay en traje y algoritmo cuyo poder pende de la amenaza. Pero también hubo quien lloró ante la réplica fría, quien leyó a Cavafis y vio los muros levantados con ladrillos de silencio. En ese llanto, en esa lectura, late la semilla que un día derribará murallas. Porque hasta el silencio más denso tiembla ante un verso verdadero. De ahí que los tiranos maten, o glorifiquen, los poetas.


 

agosto 06, 2025

Hiroshima'80


2/3


Memoria de lo irreparable



¿Qué esperabas?
—Leonard Cohen


1. El olor

 
Olió a memoria quemada. 
A piel de ayer
A tela chamuscada, 
A cuerpo evaporado.


2.      El sabor

 
Era óxido de sangre. 
Era la lluvia negra
que se escurrió por el rostro. 
Era polvo de hueso, 
sal de lágrima seca. 
El gusto a la victoria de otro.
Hierro y calcio fundidos. Oxígeno, carbono, hidrógeno y nitrógeno. 

3.      El resplandor

 
No era luz. 
Era la negación del cielo. 
Un sol  a la altura de los ojos
el brillo que hizo de los cuerpos
sombras.

4.      El ruido

 
Pocos oídos pudieron escuchar el ruido
Primero fue la luz
El grito no alcanzó a salir de la garganta.
Fue el crujir de la historia, 
el eco de una decisión sin eco. 
El silencio eterno
de cientos de miles
que no pudieron decir “¡Madre!”
O “¡Hijo!”

5.      El espíritu
 
No se elevó. 
Lo mataron. Bajo los escombros no tuvo donde ir. 
Se consumió en sí mismo. 
En quienes no murieron
se quedó a mirar, 
a contar cuerpos, 
a llorar sin ojos.

 

6.      El delivery

Un uniforme, 
de conciencia delegada. 
llegó puntual, 
con coordenadas precisas, 
y la eficiencia del que no pregunta. 
Soltó el apocalipsis
como si nada.
Misión cumplida.
En alguna parte alguien saltó de alegría
Y celebró el éxito.
Unos días después, lo hizo de nuevo.


 7.      La justificación

 
Fue cálculo. 
“Nos vengamos”, dijeron. 
“Fue necesario”, repitieron.
“Hubiesen sido más, si no lo hacemos”
El verbo siempre alcanza
 

 8.       La comparación

 
No hay escala. 
A los soldados los diferencia el triunfo o la derrota 
dos nombres que se tocan.
Uno llevó la carga, 
otro la organizó. 
Uno cuelga, otro asciende. 
Los dos obedecieron. 
Durmieron en paz
Fue por la patria.
 

 9.       La réplica

 
No fue memoria.
No vayan a culpar a nadie.
Fue vitrina. 
Museo con aire acondicionado, 
niños que aprenden lo que corresponde.
La réplica no sangra. 
no huele. 
no grita. 
El espejo no devuelve el rostro.
 
La cosa —ese artefacto, ese hongo, ese sol invertido— 
no tocó al emperador. 
Tocó al hombre
prescindible. 
reemplazable. 
consumible.
Así, el averno se hizo protocolo. 
Y el dolor, estadística.
 

10. La huida

 
No hubo escape. 
Ni desplazamiento. 
Corrieron sin dirección, 
con los pies llenos de nombres, 
con la espalda cargada de rostros. 
Las calles —¿cuáles?— no fueron refugio, 
pasos sobre las colinas
Y el emperador, el otro,
dictaba el ritmo del olvido.
 

11. La semilla


No hay esperanza.
“Podemos más”
Y pueden.
Si.
Lo que vieron no fue nada.
Pero lo van a ver... Ya lo verán.


12. La ciencia


Es cosa de la ciencia.
Lo que hagan con ella
No me importa.
No supieron a qué huele el plutonio con la muerte: 
a distancia segura,  
a papel clasificado,  
a premio Nobel.

 

*




 

 

 

 

agosto 03, 2025

80 años


1/3


6 de agosto de 1945, Hiroshima, 08:15 a.m

El cielo era perfectamente azul.


*


No fue como el infierno. Fue el infierno.


*


julio 30, 2025

Consuelo


 

Hay personas que, sin compartir sangre, se convierten en familia y se integran a nuestra vida. Ella es uno de esos seres. No pidió permiso ni explicó razones: simplemente se hizo parte. Sus hijas se volvieron nuestras hermanas con naturalidad, sin dudas ni vacilaciones. No acompañó desde fuera, sino desde adentro; no observó, vivió con nosotros. Siempre presente en el camino, en los momentos de la alegría y en los del duelo. A cada paso ofreció su sonrisa como aliento, y con ella tejimos un hogar compartido, uno en el que nunca hizo falta justificar el afecto. Su actitud siempre generosa, limpia de juicios. Nos escuchó, se sumó a nuestras conversaciones sin intentar moldearlas, y se permitió reír con nuestras historias como si fueran propias. Nunca se distanció, nunca dudó. Estuvo como uno más. Hoy, mientras su existencia física, con la delicadeza de lo inevitable, se deshace, amamos su presencia. No como recuerdo sino como raíz en la memoria afectiva de todos los que la tenemos cerca: ni más alto ni más bajo, como diría mi padre: a la altura de su corazón. Adiós doña Consuelo. Gracias por su existencia.



 


 

julio 29, 2025

Díptico del suspiro y la gratitud

 

Ya vendrá un viento fuerte
que me lleve a mi sitio.
—León Felipe

 

I. Respirar 

Ya no soy la cuerda ni la danza,  
ni el niño que inicia el juego.  
Soy el trompo que agota el impulso,  
el testigo que no reclama ni aplaude.  
He dejado de vivir por ocupación,  
me vuelco a la preocupación de vivir,  
como quien ve pasar la lluvia  
y no corre, sino que se  moja.  
Retengo el aire más que el grupo,  
porque puedo:  
mi cuerpo conversa con la respiración,  
porque se siente momia,  
envuelta en tela de vivencias,  
quieta, sin tristeza.
No me niego a la vida,  
solo debo retirarme del centro,  
como quien hace café  
y observa que el vapor se esfuma.
---

II. Gratitud con reparos

La vida me trató bien.  
Me ofreció tiempo, pan, amor, heridas.   
A ratos la olvidé,  
o la confundí con las piedras del camino.  
Yo a la vida la traté bien,  
aunque no tan bien como lo merecía.  
Le di palabras, silencios, cuidado,  
le negué atención,  
le seguí el hilo sin cansancio ni rencor.
No somos pareja perfecta,  
nos entendemos.  
La vida y yo nos guiñamos el ojo,
—ella me cobra el no haberla querido,  
como dos cómplices que no discuten  
porque saben que todo fue,  
y que lo que viene —si viene—  
será sin exigencia.
Mi gratitud no es gozo,  
es un gracias en voz baja,  
mientras abro la ventana  
para que el polvo encuentre su lugar.

 

--




Nota: Estoy pensando que debo comenzar a pensar en el cansancio de vivir, ya no en la ocupación de vivir, sino en la preocupación de vivir. En acabar, no por propia mano, el viaje antes de ser lastre en el viaje de otros, aunque el poeta, Baudelaire, habla del derecho a regresar; estoy pensando en la tristeza de la despedida en vida, en la manera silenciosa en que se entra en el territorio del olvido y se va haciendo uno desconocido o invisible. Pienso en que empiezo a hacerme objeto de investigación y de búsqueda. Lo llaman prevención, pero qué necesidad hay de ello si ninguna cosa puede detener, afortunadamente, el regreso al barro. Observo el movimiento como testigo, no soy la cuerda que impulsa la peonza, ni tampoco la peonza. Hoy en una visita médica propusieron el ejercicio de retener la respiración... éramos como veinte personas y a los diez segundos empezaron a alzar la mano indicando el limite... todos me miraban cuando no hacia el gesto y pasaban los cuarenta, los cincuenta, el minuto, el minuto y diez... ahí la alcé para no inquietar o molestar, sospechaban de trampa: habría resistido un poco más... mi corazón respondió: es porque ya eres una momia.

 


 

julio 28, 2025

La moneda no paga el cruce, lo agradece.

 

Si. Bueno. No se. Uno comienza a sentirse mejor en el silencio y en la soledad. La superficialidad, el ruido ambiente, la cosificación, la crítica, hacen mella. La gente está pero no está porque cada quien tiene el celular o el portátil sobre la mesa... Una presencia de ausencias que origina la pregunta: ¿qué hago aquí?

Pregunta que no busca respuesta sino eco. Dicha para ver quién escucha sin distraerse. “¿Qué hago aquí?” no es queja, es tanteo: no es evasión sino presencia sin interferencias.

No me falta el mundo, es el mundo lo que sobra en su forma desconectada. La presencia de ausencias dibuja el simulacro de compañía: la mesa compartida sin mirada, el gesto sin afecto, la palabra vencida por la notificación.

Puede plantearse de otra forma: ¿qué dejaré de hacer aquí? Tal vez sea una invitación al retiro, al momento sin dispositivos,  a conversaciones sin  Wifi, a la complicidad de una pausa.

La travesía larga, la presencia breve. Las visitas son geográficas o afectivas. Viajar, para conectarse a lo mismo desde otra sala. La mesa servida, los recuerdos listos, la palabra sin interlocutor, son innecesarias. Lo que ocurre no es ausencia, sino forma dolorosa de presencia distraída.

Ideo:

     Lo que nos separa no son los kilómetros, sino los dispositivos que nos impiden llegar.

O quizá:

     Vino con todo menos con él mismo.

     Estás aquí, no allí.

El agotamiento de lo ritual, lo presencial y lo significativo. La disolución afectiva, la presencia hecha interfaz, la casa medida por su nivel de automatización, no por su calidez.

El planteamiento, tímido, apaciguado,  es un umbral. No prohíbe, no acusa, delimita. Donde la compañía es un artefacto titilante, decir, con dignidad que no se disculpa, que el silencio y la soledad reconfortan, es acto subversivo o melancólicamente anacrónico

Estoy fuera de lugar. Pero estar fuera de lugar es estar en otro. ¿Y si esa incomodidad fuese brújula? La vacacidad  —esa forma de estar sin agotar, de nombrar sin invadir— convierte el desajuste en señal, no en condena. Quizás el punto no sea ese, sino qué sitio aún merece o resiste mi presencia.

Ideo:

     Quien se siente fuera de lugar no ha perdido el sitio, ha ganado la lucidez.”

O:

     Entre presencias no presentes, elegir la soledad no es huida: es cuidado. 

El Yo campea. Yo, pronombre que intento no usar sino en cuanto es inevitable no como reafirmación del ego sino como pausa entre memorias y convicciones. No aferrarse al "yo" como núcleo, sino dejar que se disuelva sin peso o repetición.

     No todo es mejor por ser pasado —afirmo,  como poda justa: reconocer la raíz sin idealizar la rama caída. El pasado como semilla de la que surge y como  pedestal sobre el que se posa lo que vuela.

Tal vez el “reset” no sea borrón sino reapertura: no olvidar lo vivido, sino dejar de usarlo como mapa único.

     El yo no se reinicia, se abre otra vez sin garantía de retorno. 

     A veces el pasado debe descansar, para no volverse obstáculo.

La moneda de Caronte no es despedida, sino ofrenda. No pago un cruce ni busco otra orilla. Allá no hay nada. Gestos y silencios son valiosos, aunque requieren coraje. La solución no es cerrar, sino actuar: tomar la barca para honrar lo vivido, no para huir.

     No me fui: fui hacia donde nadie interrumpe el silencio. 

     No dejé de estar, dejé de figurar. 

La moneda no paga el cruce, lo agradece.

Las manos cierran el computador.


 


 

 

julio 25, 2025

Manual para no rendir y no rendirse

 

Byung-Chul Han observa cómo la modernidad, tras liberar al individuo de amos visibles, lo dejó preso de una exigencia interior que no descansa. El sujeto del rendimiento ya no obedece órdenes ajenas: se exige solo. Corre con entusiasmo hacia ninguna parte, se explota creyendo que se realiza, y convierte cada pausa en culpa. La positividad sin límite —ese “puedes lograrlo todo”— ha parido una cultura del agotamiento, la ansiedad, el fracaso personalizado. El descanso se convierte en pecado. La lentitud, en sospecha. El ocio, en enfermedad.

Frente a eso propongo una pedagogía de la vacacidad diaria: no como negación del hacer, sino como afirmación del ritmo propio. Resistir sin ruido. Postergar sin culpa. Igualar sin correr. No hagas hoy lo que puedas hacer mañana, como antítesis. El carro que nos sigue nos adelanta a riesgos y un segundo después estamos juntos en el semáforo. La prisa disfraza el vacío. Corremos para alcanzar el ascensor: este aún no ha bajado, o sube lleno. Al llegar a la cita que nos hace madrugar, el otro no ha llegado: “¿no viste el mensaje? Dije que me demoraría”. Corremos para alcanzar el bus, lo logramos; el bus queda detenido en la esquina. La reunión —sobre eficiencia— citada para las ocho, empieza a las ocho y media. Compramos la última unidad, no la llegamos a usar.

La idea es: preparar el café sin mirar el reloj, sentarse sin celular. Escuchar el silencio, Retrasar la tarea. No corregir tanto: el error educa. Mañana también saldrá el sol, y si no sale, no sale para nadie. No se busca convencer ni reeducar. No sermonea. No exige conversión. Deja pistas: escenas mínimas, gestos sin agenda, frases heredadas que sobreviven al calendario.

“Nadie se muere la víspera”, decía mi madre. Esa frase enseña más que cualquier manual de resiliencia. El miedo no adelanta, la prisa no protege, la muerte —como la lluvia— llega sin reloj.

La lluvia interrumpe el día claro. La vista que se adquiere a alto precio y se tapa de inmediato con cortinas o se le da la espalda, por la mirada fija en el ordenador que no se apaga ensayando el burnout sin saberlo. La cortina no se abre, el balcón nunca se pisa. Nada es estable: se pasa del sol a la tormenta en un instante.

El descanso no necesita justificación. Es derecho del cuerpo que aún no ha dicho basta. Y si lo dice dormido, como Gregorio Samsa, con el portátil encendido, que al menos lo escuche la página que no acabó de ser escrita.

Hay que aprender a quedarse quieto sin volverse sospechoso. No mostrar productividad para justificar la presencia. No responder “ocupado” como salvoconducto de valor.

El ocio no es desvío. Es camino lateral, a veces más fértil. Y el café sin reloj, método filosófico. El gesto sin utilidad puede guardar un mundo, como una mecedora, una manguera regando la acera, una conversación sin fin práctico. La economía del afecto no cotiza en bolsa, pero sostiene la vida. El que no rinde, cuida. El que no corre, ve. El que no produce a cada minuto, respira lo que otros no alcanzan a nombrar.

Tal vez sea hora de escribir los derechos del no-rendimiento. A demorarse. A pensar antes de contestar. A no responder todo. A decir “no sé” sin miedo. A apagar los dispositivos sin culpa.


 *


julio 23, 2025

Díptico del tiempo que no dura


Díptico del tiempo que no dura

Nos dijimos adiós tan simplemente
que pasó nuestra pena inadvertida. 

—Jorge Robledo Ortiz

 

Envío

Dos fragmentos escritos en noches diferentes, una misma noche,
unidos por el aire y por la ausencia.

No buscan recuperar lo perdido
ni conservar lo que ya no se usa.

Solo acompañar —con palabras depuradas—
aquello que pasó sin dejar rastro,
pero que sigue ocurriendo
cada vez que se recuerda sin aferrarse.

Un gesto,
no una respuesta.

---
 

I
 
Quise representar algo en su vida.
Algo es: cualquier cosa diferente a nada.
No había por qué,
apenas mi deseo.
No lo logré.
O sí.
 
Vive en mí,
dio razones de ser a mi existencia.
Acompaña la soledad en ocasiones
y acompaña también la compañía.
 
No es tan diferente de la muerte:
quien tanto importó,
—a quien tanto importamos,
se la lleva un día.
 
Lo que deja es recogido,
expurgado, despreciado.
 
Se conserva lo útil, lo valioso.
De lo demás se prescinde
velozmente.
 
Dentro de ese demás, los afectos:
—los que tuvo, perdidos,
los que le tuvimos, idos—
se asientan pronto en el olvido,
o en un silencio
que niega el dolor,
o no lo reconoce.
 
La memoria es un calabozo que se visita cada tanto,
—o se manda visitar—
para asegurarse de que algo vive.
El olvido una jaula
que existe a voluntad.
 
La muerte es mucho más larga que la vida,
aunque por esta se responde siempre:
Vivió bien /
pero...
 
II
 
Ese dejo nostálgico por las cosas de antes...
 
Los discos que decidí conservar están por allá, en una caja.
No tengo donde reproducirlos.
Ni hace falta.
 
Todo está en el aire.
 
Pero claro, se les tiene afecto.
Y no pocas veces
ganas de verlos girar
mientras pasa, otra vez —en cada vuelta—
la imagen de quienes los escucharon conmigo,
las circunstancias en que lo hicimos,
el momento de comprarlos,
con esfuerzo y emoción.
 
Hoy se suelta al aire una frase,
y la música suena
en cualquier cosa de tantas que tenemos
Casi siempre en solitario.
O para uno mismo.
 
Recuerdo la mano de mi padre,
poniendo la aguja
sobre una de esas gruesas pastas de 78rpm.
 
Las de Carlos,
los long play que pagaba por clubes en el centro.
 
Las de Olga Lucía,
que me descubrió a don Octavio Henrique de los boleros,
a quien solo escuché
en su compañía.
 
Camilo,
rompiendo el celofán de aquel álbum doble de Juan Gabriel,
en noche no olvidada.
 
Serrat con Ricardo.
El Serrat que fue, 
no el que se mantuvo.
 
No me gustan las cosas viejas.
Ni los muebles de estilo,
ni las fotografías de antepasados colgando en las paredes.
Ni guardar por guardar,
excepto libros.
 
La foto de mi madre
no es mi madre.
Ni yo mi foto de ayer —
se dice bien:
este era.
De que lo fuera
no hay que estar seguro.
 
Tampoco el presente dura mucho:
se toma aire
y cuando se lo suelta,
ya pasó. La eternidad persiste. 
Moléculas de oxígeno,
hasta que una nueva
no sigue a la que salió.


---